Crónica

La guerra del guano y del salitre

Israel Llano Arnaldo dedica una de sus crónicas históricas a la guerra del Pacífico, que en el siglo XIX enfrentó a Chile, Perú y Bolivia y en la que dos recursos claves, el guano y el salitre, jugaron el mismo papel que hoy representa el petróleo en los conflictos de Oriente Medio.

La guerra del guano y del salitre

/una crónica histórica de Israel Llano Arnaldo/

Desde la década de 1820, los territorios de Centroamérica y Sudamérica fueron consiguiendo la independencia de sus metrópolis y formando Estados propios. Las élites criollas, descendientes de españoles y brasileños, principales instigadores del proceso emancipador, se encontraron al frente de unos países que aún poseían grandes recursos económicos y naturales, pero les faltaba experiencia para gobernar desde una óptica independiente. Las potencias europeas, ahora en forma de las grandes compañías capitalistas que se habían generado tras el inicio de la revolución industrial, no iban a dejar escapar la oportunidad de acceder a ese valioso patrimonio, fuera cual fuera su origen.

Desierto de Atacama

La riqueza del Atacama

La costa de Chile y Perú (y en la segunda mitad del siglo XIX también de Bolivia, que ostentaba la soberanía sobre una pequeña franja costera que le daba salida al mar) está ocupada en gran parte por uno de los lugares más inhóspitos y secos del planeta, a pesar de encontrarse pegado a la costa: el desierto de Atacama.

Este desierto tiene la peculiaridad de recibir las aguas frías de la corriente de Humbdolt, que recorre parte del Océano Pacífico. Esta corriente marina, además de provocar la aridez y facilitar la acumulación de nitrato de sodio (salitre) en enormes e interminables salitreras explotadas económicamente durante décadas, provoca acumulaciones de plancton en la costa que atraen grandes bancos de peces. Éstos, a su vez, atraen a miles de aves que se aprovechan de la situación para alimentarse.

Las deposiciones de excrementos de los grandes pájaros costeros se fueron amontonando en auténticas montañas durante siglos en estas zonas de difícil acceso. Esto no hubiera dejado de ser una maloliente anécdota si con los avances científicos en el campo de la química en el siglo XIX no se hubiera descubierto que las heces de ave, el guano, contenían gran cantidad de nitrógeno, elemento fundamental para fabricar dos productos vitales en la época: fertilizantes y pólvora.

El olvidado Atacama, con su salitre y su guano, se convirtió, de repente, en objetivo vital para las insaciables potencias europeas, sobre todo Francia y Gran Bretaña, y para las élites criollas de Bolivia, Chile y Perú. Para controlar la producción de ambos bienes, estos tres países se embarcarían, en 1878, en un conflicto bélico que se conocería como guerra del Pacífico o guerra del Guano y del Salitre.

Corrupción e inestabilidad. La situación antes de la guerra

Desde su creación en 1825, la República de Bolivia fue un continuo vaivén de gobiernos militares y civiles incapaces de asentar un sistema económico y político eficaz. La corrupción era la norma: en la sucesión de malos presidentes y dictadores, cuando uno no robaba sin miramientos el Tesoro, otro expropiaba y vendía las tierras de los indios para venderlos a capitalistas particulares, llevándose la correspondiente mordida. En 1876, en otro golpe militar, llegaría al poder el coronel Hilarión Daza, quien vaciaría las ya escasas arcas para pagar a las tropas que le habían ayudado a llegar a una presidencia que usó de forma dictatorial.

Mariano Ignacio Prado Ochoa (1825-1901)

En Perú, la situación durante los años centrales del siglo XIX podría calificarse de poco menos que anárquica. Tras pasar por una guerra contra Ecuador y varias guerras civiles, a principios de los 70, el alcalde de Lima, Manuel Pardo, logró articular un movimiento civil que le llevaría al poder. Tras intentar unas reformas liberales para tratar de reducir la enorme deuda del país por medio de la venta del guano, no logró paliar la crisis y, aunque logró acabar su mandato en 1876, acabaría siendo asesinado. Su sucesor, Mariano Prado, se encontró con un país en bancarrota, completamente desunido y con una, inesperada para Perú, guerra en ciernes.

Los principales territorios salitreros pertenecían a Bolivia y todo el guano, en teoría, era propiedad del Estado peruano. Ambos países, junto a Chile, se repartían los beneficios mediante el cobro de impuestos a las compañías que las explotaban. Estas empresas eran de nacionalidad chilena y tanto sus propietarios, asociados a inversores ingleses, como sus trabajadores, administradores, las infraestructuras y hasta los capitales bancarios eran de este país.

Chile era quien mejor había invertido esos impuestos y se había dotado de buenas infraestructuras, construido en sus ciudades palacios, museos o pavimentado calles; y Santiago se había mejorado para intentar equipararla a cualquier ciudad europea. Además, aprendieron de su experiencia tras una pequeña guerra con España, a mediados de los sesenta, y dedicaron recursos suficientes para hacerse con una pequeña, pero moderna, flota naval y su ejército era el más preparado de Latinoamérica en esos momentos.

Esta expansión chilena provocó la firma de un tratado secreto, en 1873, entre Bolivia y Perú para protegerse mutuamente de cualquier amenaza extranjera en sus territorios, pero que escondía su temor ante el auge chileno.

A pesar de ese tratado, un año después, Bolivia y Chile acordaron que los territorios del norte del Atacama pasasen a ser parte en exclusiva del país boliviano a cambio de no aumentar los impuestos a las compañías chilenas que explotaban el guano y el salitre en la zona. Pero en 1878 el boliviano Hilarión Daza, encontrándose con las arcas vacías, exigió a la principal empresa del consorcio chileno, la Compañía de Antofagasta, un pago extra de diez centavos por quintal extraído. En un principio, la compañía se negó a pagar, pero cuando el gobierno boliviano anunció la subasta de bienes de la compañía para pagar lo adeudado, Chile reaccionó ocupando Antofagasta en noviembre. Esa acción significaba la guerra entre Chile y Bolivia, a la que se vería arrastrada Perú, en virtud del acuerdo secreto de 1873. Pocos meses después, en abril de 1879, Chile declaraba la guerra a ambas.

El desarrollo de la guerra. Incompetencia e incapacidad

Alejados de las grandes y costosas guerras que se desarrollaron en el siglo XIX europeo, y por las condiciones demográficas, económicas y políticas de los contendientes, este conflicto se caracterizó por no mover importantes recursos bélicos, ni un número significativo de hombres. Lo habitual serían pequeñas batallas de pocos miles de hombres, a veces, incluso centenares y hasta episodios donde sólo se verían las caras pocas decenas de hombres.

Chile, a pesar de que tenía prácticamente la mitad de habitantes que sus enemigos, disponía de un ejército escaso, pero relativamente preparado y equipado con algunas armas modernas. Por el contrario, sus oponentes, aunque con más efectivos, carecían de cualquier tipo de organización o armamento apropiados, teniendo que recurrir continuamente a inexpertas levas. Además, Chile disponía de dos fragatas de guerra, compradas a Gran Bretaña, más otros seis navíos de madera frente a las dos obsoletas fragatas y cuatro barcos en malas condiciones que poseían los peruanos. Bolivia ni siquiera poseía un solo barco bélico. La superioridad chilena era evidente, pero la guerra se alargó por la obstinación boliviana y, sobre todo, por la de unos peruanos que resistieron más allá de toda lógica.

Para controlar las zonas en conflicto, a las que era muy difícil acceder por tierra, era esencial dominar su costa. Por tanto, los primeros enfrentamientos tuvieron lugar en el mar entre peruanos y chilenos. Estos últimos se centraron en perseguir al único barco peruano que había logrado causarles problemas, el Huáscar, ya que su otra fragata se había hundido por perseguir en aguas bajas a un pequeño navío chileno. Tras varios meses, en octubre de 1879 consiguieron inutilizarlo tras varias salvas de cañón que mataron a su capitán, Miguel Grau, que con sus inteligentes acciones había alargado por meses los enfrentamientos en las costas. Grau y el Huáscar son aún hoy honrados en Perú por su resistencia y la fragata está anclada frente al muelle de Talcahuano. Tras ocupar la franja costera, Chile inició un bloqueo marítimo que ahogaría económicamente tanto a Bolivia como a Perú.

El Huáscar

En esta situación, Chile preparó un ataque terrestre con el objetivo de forzar un acuerdo de paz. Compuesto en su mayoría de voluntarios y con unos pocos soldados sin experiencia, el ejército aliado, para intentar repeler el ataque chileno, se concentró en dos puntos: 14.000 hombres en Tarapacá bajo mando del general peruano Buendía y 5000 en Arica con Daza al frente. El objetivo era unir ambos ejércitos, que se enfrentarían a los 10.000 soldados chilenos que habían desembarcado en Pisagua, comandados por el ministro de Guerra, Sotomayor. Pero la estrategia aliada estaba tan desastrosamente planeada que al día siguiente de que Daza se pusiera en marcha para cruzar el desierto y unirse a Buendía, la expedición hubo de regresar porque no se habían molestado en cargar agua suficiente, dejando a su suerte a los peruanos.

No se adivinaba el inicio de las hostilidades cuando, en noviembre de 1879, los peruanos realizaron una pequeña expedición de reconocimiento de las fuerzas enemigas. En ese momento, algunos de sus soldados, llevados por la euforia y su inexperiencia, decidieron disparar varios tiros, comenzando un pequeño rifirrafe que obligó a Buendía a acudir con el resto de unas tropas peruanas que poco después salían huyendo. Sotomayor, al ver la rápida huida enemiga, decidió no perseguirlos, lo que le hubiera proporcionado una victoria segura, creyendo que el ataque definitivo sería al día siguiente. Al comprobar que éste no se producía decidió, burlando el principio militar de no dividir tropas cuando se es inferior en número, realizar una expedición con la mitad del ejército y varios cañones para perseguir a los peruanos, caminando por el desierto sin agua y apenas víveres.

El contraataque peruano no se hizo esperar, consiguiendo la única victoria aliada en toda la guerra. Pero Buendía, consciente de sus bajas y de la superioridad chilena, decidió volver a Lima para rearmarse, cruzando el desierto. El presidente Prado no sólo no les reconoció la victoria, sino que les retiró la espada a los 4000 heroicos supervivientes que habían logrado llegar. Chile ocuparía desde ese momento toda la región salitrera y del guano, lo que le reportaría enormes beneficios para el esfuerzo de guerra.

La derrota produjo enormes convulsiones en Bolivia y en Perú. Sus presidentes, Daza y Prado, se exiliaron. El primero tras varios amotinamientos, embarcó hacia Europa y el segundo, temiendo por su vida, cogió parte del tesoro peruano y también puso rumbo al Viejo Continente «para comprar armas». Serían sustituidos por dos nuevos dictadores: en Perú, Nicolás de Piérola, y en Bolivia, Narciso Campero. Con Bolivia en pleno caos político, social y económico y Perú en bancarrota, tras perder el guano, la guerra continuaba incomprensiblemente.

Chile se fijó entonces como objetivo tomar Lima para obligar a Perú a firmar la paz. En su camino hacia la capital, en marzo de 1880, derrotaría a las fuerzas peruanas en la batalla de Los Ángeles y el 7 de junio en la de Arica a un combinado de fuerzas aliadas. El diezmado ejército boliviano se retiró hacia su país, siendo los soldados humillados por Campero, que ordenó desarmarlos al llegar a la frontera por miedo a que iniciasen otro golpe de Estado. Bolivia, que había declarado la guerra, no volvió a combatir, mientras que Perú, que sólo había entrado para ayudar a los bolivianos, continuaría desangrándose.

Panorámica de Arica, en el extremo norte del actual Chile, tomada a Perú en la guerra del Pacífico.

Con el camino a Lima abierto, retirada Bolivia y con el ejército peruano destrozado, la lógica volvía a dictar una paz que tampoco se produjo. Y es que en ese momento el Gobierno chileno tuvo la ocurrencia de realizar una expedición de castigo a las localidades costeras peruanas que no habían soportado la guerra. La mecánica era sencilla: se ocupaba una instalación o lugar estratégico y se pedía una compensación económica, Piérola, ahogado económicamente, se negaba a pagar y declaraba traidores a los propietarios que tuviesen intención de hacerlo, y el lugar era destruido por las tropas. El desprestigio internacional por estas acciones cayó sobre los chilenos, propiciando que los peruanos se negasen a la rendición y reorganizasen un ejército con más de veinte mil voluntarios.

Pero el avance sobre Lima era irreversible. La definitiva batalla de Miraflores, en enero de 1881, comenzó en pleno armisticio decretado por los mandos, cuando algunos soldados peruanos dispararon contra una pequeña escuadra chilena que reconocía la zona. Los chilenos arrasarían al voluntarioso ejército peruano. Dos días después, el alcalde decretó Lima ciudad abierta para los invasores que ocuparon sus puntos estratégicos. Tampoco con la toma de la capital se acabó la guerra.

Tras la ocupación, en Lima se formó un gobierno civilista con el beneplácito chileno. Piérola, que no reconocía a este gobierno, con los escasos restos del ejército, se trasladó a Arequipa. Además, se formaron en las zonas andinas varios grupos guerrilleros al mando del general Cáceres, que siguieron hostigando, con bastante éxito en ocasiones a las fuerzas invasoras.

Poco después, en Chile se produjo un cambio de gobierno y Aníbal Pinto dejó la presidencia en manos de Domingo Santa María, que redobló esfuerzos para lograr la paz. En Perú, Piérola fue perdiendo apoyos por su escaso éxito al frente de la resistencia y se vio obligado a exiliarse a Europa, siendo sustituido por el general Lizardo Montero, que se parapetó en Arequipa. Si tres poderes en Perú no eran suficientes (la ocupación chilena con su gobierno títere, Montero en Arequipa y Cáceres en la sierra andina), un cuarto actor entró en escena. Miguel Iglesias, antiguo colaborador de Piérola que había combatido en los primeros compases de la guerra, lanzó desde Cajamarca el Grito de Montán, una proclama donde reconocía que la guerra no podía ser ganada y pedía una solución pactada. Chile vio con buenos ojos esta actitud, pero los otros poderes peruanos lo tildaron de traidor.

El fin de la guerra. La victoria chilena

La resistencia peruana, que rozaba la insensatez, y el hecho de que los chilenos no sabían ya a quien dirigirse para pedir una paz que buscaban desesperadamente para cerrar un conflicto que les empezaba a pesar económicamente, alargó por dos años la ocupación y la guerra.

El Gobierno chileno decidió finalmente que lo único que podría precipitar la paz era acabar con la guerrilla de Cáceres y tomar Ayacucho, derrotando a Montero. Con 12.000 hombres, se internaron por la sierra, luchando contra el tifus y la guerrilla que les atosigaban continuamente. El ejército de Cáceres fue derrotado en julio de 1883 en la batalla de Huamachuco, de la que este huyó herido, no volviendo ya a plantear problemas a los chilenos.

Ya sólo quedaba el foco de Arequipa, donde Montero se acantonaba con unos 4000 soldados. Pero al llegar las tropas chilenas, los habitantes de la ciudad se amotinaron y Montero tuvo que escabullirse hacia La Paz y, de ahí, poner rumbo a una Europa que empezaba a tener cierto exceso de mandatarios latinoamericanos. La ciudad fue tomada y, esta vez sí, la guerra terminó.

Aún restaba establecer los términos del acuerdo de paz. Chile se negó a negociar conjuntamente con peruanos y unos bolivianos que, teóricamente, seguían en guerra. Finalmente, con Iglesias como presidente de Perú, el 20 de octubre de 1883, tras más de 4 años de guerra, se firmó el Tratado de Ancón, por el que Tarapacá pasó a ser parte de Chile y Perú debía ceder por diez años Tacna y Arica; pero, como todo en esta guerra, no se conseguiría una solución definitiva por esos territorios hasta 1929, año en el que finalmente se repartirían ambas poblaciones. Poco después del tratado, estallaría la guerra civil en Perú entre gubernamentales y descontentos. Por otro lado, entre Bolivia y Chile se pactó un armisticio que culminaría en 1904, cuando Bolivia renunció a su salida al mar a cambio de una compensación económica y ciertas ventajas fiscales.

Al estallar la Primera Guerra Mundial, las potencias occidentales, encontraron otra forma de conseguir nitrógeno y el guano dejó de ser un mercado apetecible.

Poco después también dejaría de serlo el salitre y la crisis económica arreció en la zona. Al igual que hoy en día con el petróleo, y en otras épocas con el oro o la plata, el ser humano siempre ha encontrado una razón para matarse. Hasta por mierda de pájaro.


Israel Llano Arnaldo (Oviedo, 1979) estudió la diplomatura de relaciones laborales en la Universidad de Oviedo y ha desarrollado su carrera profesional vinculado casi siempre a la logística comercial. Su gran pasión son sin embargo la geografía y la historia, disciplinas de las que está a punto de graduarse por la UNED. En relación con este campo, ha escrito varios estudios y artículos de divulgación histórica para diversas publicaciones digitales. Es autor de un blog titulado Esto no es una chapa, donde intenta hacer llegar de forma amena al gran público los grandes acontecimientos de la historia del hombre.

2 comments on “La guerra del guano y del salitre

  1. Nicolás López Regalado

    Muy esclarecedor para hacer ver el egoísmo, la avaricia y otros » condimentos » inherentes al ser humano, que han conducido a guerras inútiles y de las que se salvan sus creadores.

  2. María Luisa Meza

    Buen trabajo, realmente los intereses de los grandes hacen marionetas a otros.
    Hasta la próxima desde Perú.

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