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EL CORONEL GONZALEZ Y DÍAZ

EL CORONEL GONZALEZ Y DÍAZ

NARRACIÓN PERUANA

soldadochileno

Peruanos y chilenos se batían con denuedo, registrándose en los ejércitos de ambos, hechos heroicos dignos de ser cantados por los más célebres poetas épicos. Podía decirse perfectamente que después de una gran batalla no había vencedores ni vencidos. Todos habían luchado con tal valor, que era muy frecuente que los que se llamaban vencedores tuvieran muchas más pérdidas que los otros.

El Perú hizo un esfuerzo grande. Chile reclutó mucha gente para la guerra. Los rotos (1) dejaron el campo, la guitarra y la novia y se fueron sólo con su caballo á la guerra. Ya no se oían en el Pacífico los acordes de la donosa cueca (2) ni la bailaban en ningún rancho, ni florecía la agricultura, ni se daba

paz á la mano que esgrimía sólo el arma homicida.

Los idilios de amor en aquellos interesantes pueblos tuvieron triste fin en su mayor parte. La guerra fué muy encarnizada. Los esfuerzos que para sostenerla hicieron ambos países, extraordinarios, insuperables para ellos.

Los pueblos americanos luchan con empuje titánico. Mezcla su sangre de la española y de la india, se baten con admirable brío. Corazones grandes los suyos, no es extraño que se desarrollen en aquellos países dramas originados por la explosión de todos los sentimientos humanos; la amistad, el amor, la misantropía, la familia, la patria… Y de uno de ellos se trata en esta narración.

Se destacaba en el ejército peruano, así como en el chileno había otros también muy notables, la figura del coronel González y Díaz. Era un perfecto tipo criollo y un militar perfecto. En cuantas acciones había entrado en fuego se había distinguido.

Era un bizarro militar y un patriota entusiasta. Las balas lo habían respetado siempre, á pesar de encontrársele en los sitios de más peligro, cumpliendo como un soldado y sobresaliendo por su conocimiento táctico como un jefe.

Su origen fué humilde. Se había criado en el campo, había trabajado primero como un peón, más adelante como un capataz y luego como un colono.

En el ejército hizo bien pronto una carrera brillante, ganándose los ascensos con rapidez, especialmente en la guerra que su país sostuvo con Chile.

Había hecho grandes estudios, y conocía la ciencia militar como si toda la vida hubiese pasado estudiándola con afán.

Sería prolijo enumerar los hechos de armas, los episodios é incidentes varios y múltiples que se sucedieron en aquel tiempo.

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Diez años antes, un rico peruano ansioso de saber el paradero de un hijo suyo, que desapareció de su lado, de muy corta edad, se fué á Chile y empezó á recorrer el país, inquiriendo por todas partes, aunque sin resultado. Nadie le daba razón de aquel ser querido, el único que al morir le dejó su esposa, á quien amaba entrañablemente. En una noche tempestuosa en que el peruano atravesaba los Andes, acompañado de un fiel servidor y un guía, sorprendiéronle unos bandidos, que al ver la resistencia de aquellos tres hombres, aprestados para la lucha y decididos á vender caras sus vidas, se dispusieron á matarles agrupándose todos para lanzarse sobre ellos después de algunas descargas que habían herido sólo al guía. En aquel preciso momento se presentaron algunos soldados capitaneados por un bizarro oficial. Empezó el combate, y bien pronto los forajidos, acorralados, pedían clemencia á los soldados, que tenían la consigna de no dejar vivo á ningún bandolero de los que pululaban aquellos días por la espléndida cordillera que separa el Perú de Chile.

Aprovechando un instante en que los viajeros se quedaron al descubierto y un poco distantes de aquella fuerza militar, que se replegó para hacer un movimiento envolvente, dos de los más osados se adelantaron hacia aquellos valientes, que no porque les llegara el socorro dejaran de hacer con sus armas nutrido fuego, y cuando iban á acuchillar al peruano que se hallaba delante y era el primero en resistirse, dos tiros atravesaron á los bandidos, que rodaron como pelotas por aquel suelo cubierto de nieve, al mismo tiempo que el oficial, que era quien había hecho los disparos con su revólver, corriendo hacia ellos, al ver su movimiento de avance, le decía al viajero que se uniera á los suyos, quienes recogieron, muy mal heridos, al criado y al guía de aquel caballero. Casi todos los bandoleros perecieron allí, después de una lucha desesperada y á manos de los valientes soldados chilenos. El peruano estrechó fuertemente entre sus brazos al oficial, quien experimentó una sensación muy extraña jamás sentida por él.

Lo que ha hecho usted conmigo esta noche le dijo el peruano al jefe de los soldados no lo olvidaré nunca. Le debo á usted la vida y cuando más la necesitaba, cuando la había empezado á consagrar a mi hijo, en cuya busca vengo á Chile.

He cumplido con mi deber únicamentereplicó el oficial. Y ¿por qué no confesárselo á usted?… Usted además me atraía, me inspiraba un gran interés. ¡Lo vi tan decidido, tan valiente!.. ¡Me pareció tan simpática su figura! No hubiera defendido con más empeño y más cariño á mi padre, cuyo nombre hasta ignoro, si se hubiera encontrado en el mismo caso que usted. ¡Qué diablos, me he emocionado de tal modo, que temo que se fijen en mí los que me acompañan y sorprendan la lágrima que pugna por asomárseme á los ojos!

La mía brotó yadijo el peruano al mismo tiempo que se la secaba con el pañuelo.

Hay que concluir esta escena en seguidarepuso el oficial. Se halla muy próximo de aquí otro destacamento, que os podrá dejar ya en sitio completamente seguro. Conduciremos allí también á los heridos. Una vez realizado esto, tengo que volver otra vez por aquí, pasar adelante y seguir el itinerario que tengo marcado.

Y dicho y hecho.

El oficial hizo entrega de los heridos al jefe del referido destacamento y le recomendó mucho al caballero peruano, que se había portado como un valiente y que inútilmente quiso saber su nombre, para guardar el de la persona á quien le debía la vida y agradecérselo eternamente.

El oficial se alejó precipitadamente, pretextando de nuevo que sólo había cumplido con su deber, é inútilmente también quiso decirle el suyo el peruano, porque ya había desaparecido de allí, corriendo hacia los suyos, que abandonaron inmediatamente á paso veloz aquellos lugares.

El viajero le preguntó entonces al jefe el nombre de aquel oficial, pero tampoco éste lo sabía.

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El peruano, por más que inquirió en Chile el paradero de su hijo, no pudo saberlo. Y con la tristeza en el corazón, el dolor en el alma y el recuerdo de aquella noche de los bandidos y del simpático rostro del oficial que le había librado de una muerte cierta, regresó á su país. Poco tiempo después estalló la

guerra con Chile, y se contó desde luego, confiando como en una esperanza: legítima, con él y con las fuerzas que operaban bajo su mando. Hizo bien la patria en juzgarlo así, porque el coronel González y Diaz se portó como un bizarro soldado en cuantas acciones tuvo con el ejército de Chile, que se batía también con arrojo.

Herido en un combate se curó pronto, no tardando en volver, aún convaleciente, á luchar como un héroe, hasta el punto de que fuese considerado por su valor, no sólo por los suyos, sino hasta de los mismos enemigos, que como buenos americanos simpatizaban con todo el que mostrase su arrojo.

El coronel González y Díaz llegó á ser un jefe temible, y memorable su nombre, que era conocido en ambos ejércitos.

Recrudecíase la guerra, y los peruanos, á pesar del esfuerzo que hacían y lo bien que luchaban, iban perdiendo terreno. Los chilenos avanzaban más cada día, amenazando á la mismísima capital del Perú.

Los descendientes de los incas pelearon con extraordinario denuedo; pero eso ya no bastaba. La avalancha se venía encima sin que pudiera oponérsele nada. Las tropas chilenas se iban apoderando de todo y ganando terreno y acercándose al término de su meta con la ocupación de la hermosa ciudad de Lima, la ciudad de tanta mujer hermosa, cuyos negros y grandes y ardientes ojos empañaban las lágrimas que vertían por algún ser querido, muerto en aquella contienda horrible.

Los peruanos se batían ya con la fiebre, con el delirio de la mayor desesperación. En un combate en que pudieron contener el empuje de las tropas chilenas, que en el ardor de la pelea se confundieron con aquéllos luchando cuerpo á cuerpo, un oficial chileno que capitaneaba la avanzada y que se había distinguido siempre por su arrojo asombroso, se vio de pronto rodeado por un grupo enemigo, dispuesto á no dejarle salir con vida del lugar en donde se había hecho fuerte, después de haber matado á unos cuantos él solo.

«No hay cuartel para ti le decían con ronco acento los peruanos, conque ya puedes defenderte, aunque será inútil»

El oficial chileno, al ver que en aquel momento se aproximaba el jefe de aquella fuerza, que venía dando órdenes y arengando á su gente, dijo: «No tengo ya más que un tiro en mi revólver, pero sabré aprovecharlo antes que me matéis, disparándolo contra el jefe que os está mandando en esta jornada.»

Y al decir esto y disponerse á ponerlo por obra, cuando iban todos á hacer fuego también contra él, se quedo inmóvil y arrojó el arma al suelo, al mismo tiempo que el coronel González y Díaz, con voz estentórea que dominó á todos, gritaba:

«¡No disparéis contra ese hombre!» Y añadió luego; «Necesito entregarlo con vida al general Borda.»

El oficial chileno era el mismo que había salvado la vida al peruano que en una noche tempestuosa atravesaba los Andes y había sido atacado por unos bandidos, y el peruano no era otro que el jefe que acababa de decir á su fuerza aquellas palabras que detuvieron los tiros de los soldados.

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La primera decisión, con carácter de irrevocable, que se tomó, fué la de fusilar cuanto antes al prisionero. Se había hecho muy de noche. La acción no había terminado aún, y el coronel González y Díaz dijo que era primero terminar el combate y después descansar, y que bien asegurado, como lo estaba el prisionero, era mejor esperar á que amaneciese para pasarlo por las armas, y por último que él sería el guardián del chileno apresado y que en su propia tienda de campaña lo metería aquella noche, y de allí no saldría sino para ser fusilado. Terminó por fin el combate. El enemigo se alejó para rehacerse. Los peruanos, rendidos por la fatiga, se fueron á descansar á sus posiciones. El coronel González y Díaz esperó á que todos durmieran, y le dijo á su prisionero:

Yo tengo con usted una deuda sagrada y he de saldarla, porque es mi deber, y sobre todo porque quiero. Me salvó usted la vida y yo voy á hacer con usted lo mismo. Aprovechando el silencio y la obscuridad de la noche y el pesado sueño de mis soldados, va usted á escaparse inmediatamente. He dispuesto que no haya por aquí centinelas, y hasta de mi asistente me he desembarazado para que nadie pueda verle.

Imposible, señor, dijo con lágrimas de agradecimiento y de afecto en los ojos el bizarro oficial chileno, al mismo tiempo que caía en brazos del coronel González y Díaz,cuyos ojos se humedecieron también.

Si yo salvo mi vida fugándome, la de usted peligra, y quiero á usted tanto como habría querido á mi padre, cuyo retrato guarda este medallón, que

llevo siempre en el pecho, y que deposito como un recuerdo en usted para que lo conserve cuando yo al apuntar el día ya no exista.

El coronel González y Díaz lanzó al verlo una mirada ternísima sobre el oficial chileno, y besándole en la frente, repuso con voz ahogada por una extraordinaria emoción:

¡Hijo mío de mi alma! Ese retrato es el mío cuando apenas tenía tu edad.

Padre é hijo volvieron á abrazarse de nuevo, y dijo el primero:

El general que manda estas fuerzas me ha ofrecido darme la recompensa que yo quiera en premio á los servicios que al ejército y á él les he prestado. Le hablaré á solas. Le diré la verdad, y nada temas por mí; pero nada podría intentarse estando tú aquí, ni el general sería lo bastante á contener á los soldados, que sólo desean tu muerte. Vete; te lo suplico con las lágrimas en los ojos, y por último, si es preciso, te lo mando. Cuando se haya terminado la guerra volveremos á unirnos y ya para siempre. Yo pediré en seguida mi retiro, y necesito para poder vivir que tú vivas. Matarías á tu padre si permitieras que te viera morir. No me repliques; si no te vas antes de que disparen contra ti los encargados de fusilarte, me mataré yo delante de ti; y no hay un solo instante que perder, porque va á amanecer muy pronto.

¡Padre del corazón!, dijo el oficial besándole en la mano.

Huye inmediatamente, le dijo aquél, al mismo tiempo que en la mirada leyó el oficial chileno cuanto acababa de decirle el coronel González y Díaz, y sin más dilación bajo el dominio de aquellos ojos partió de allí, mientras que su padre no apartó la vista de él hasta verle cerca del campamento enemigo, que se hallaba á muy corta distancia.

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Al día siguiente, un jefe del ejército peruano á quien se le iba á fusilar por haber permitido que se escapara un prisionero, de cuya custodia se había

encargado personalmente, se mató de un certero tiro de revólver al ser preso y notificarle que se le iba á someter de orden del general de la división su mortal enemigo y á quien él también detestaba, a un consejo de guerra verbal.

Era un heroico militar y un padre heroico el coronel González y Díaz.

P. SAÑUDO AUTRÁN

(1).-Gente de rompe y rasga.

(2).-El baile popular del Pacífico.

Publicado orginalmente en

La Ilustración Artística

Barcelona 14 de diciembre de 1896.

Francesc de Paula Cuello Prats

En uno de mis habituales paseos por las hemerotecas virtuales, encontré en el número del 17 de julio de 1869 de la prestigiosa revista ilustrada francesa: LE MONDE ILLUSTRÉ, una portada que llamó mi atención por situarse en España, y no tener ningún conocimiento de la noticia que ilustraba la primera página.

Me pareció extraño que un semanario francés dedicase una portada a nuestro país y mucho más a referir un homenaje a un tal Francisco de Paulo Cuello.

Paulo Cuello 1869 julio

BARCELONA.- Honores rendidos por el pueblo y Ayuntamiento de Barcelona a la memoria de Paulo Cuello, víctima de la libertad, asesinado en junio de 1851. (Croquis de M. Pedro)

Una vez que averiguado quién fue este hombre, me sigue pareciendo extraño que un homenaje a los 18 años de su muerte, fuera portada en Le Monde Illustré.

Tras la búsqueda de rigor, nos encontramos con la siguiente noticia:

El Imparcial. Martes 22 de junio de 1869.

Diario liberal de la mañana.

El Ayuntamiento de Barcelona ha tomado en consideración una proposición para honrar la memoria del republicano D. Francisco de Paula Cuello, asesinado en la noche de San Juan de 1851. En dicha proposición se pide al Ayuntamiento que acuerde asistir en corporación á depositar en el sitio donde se halla enterrado el Sr. Cuello, una corona que sería conducida en un coche fúnebre.

A partir de aquí encontramos muchas informaciones sobre la figura de este político catalán y de los hechos acaecidos la noche de San Juan de 1851, pero de todas ellas nos quedamos con el magnífico y precioso relato de J. Roig Minguet, publicado en cinco partes en La Ilustración Republicana Federal, en los ejemplares del 16 y 23 de marzo, 31 de mayo y 12 y 19 de julio de 1872.

Merece la pena su lectura. La descripción de los hechos y los personajes, así como la situación de España en aquel tiempo y muy especialmente la visión desde Cataluña.

¿Pero quién fue Francesc de Paula Cuello Prats?

I

Al ir á ocuparnos del republicano Cuello, sentimos satisfacción y odio, placer y tristeza. La historia de Cuello podría bien ser la historia del desarrollo del partido republicano en Cataluña, desde que el malogrado Abdon Terradas, elegido alcalde constitucional de Figueras en 1842 por el voto unánime de toda la población, no quiso prestar otro juramento que el de empuñar con rectitud la vara que el pueblo le había confiado, hasta el día en que, tan valiente como desgraciado adalid, murió asesinado á consecuencia de las heridas que le infirió el infame puñal de asalariado asesino.

Por eso sentimos satisfacción al escribir su nombre, pero como es imposible escribirle sin recordar la villanía de que Cuello fué victima, sentimos también odio para los que aquella muerte causaron, y desprecio para los infelices ejecutores.

Vamos, pues, á reseñar, si bien que á grandes rasgos, algunos de los hechos y puntos principales de su historia.

Francisco de Paula Cuello, hijo de un oficial del ejército, de ideas liberales, nació en Barcelona el día 14 de Enero de 1824.

A la edad de doce años, teniendo ya nociones de matemáticas y dibujo, entró á estudiar latín en el colegio de los PP. Escolapios.

Tanta era su afición al estudio y tan privilegiado su talento, que en dos años estudió los tres cursos consignados para aprender la gramática, y en uno los dos de retórica, á causa de lo cual se le permitió simultanear las asignaturas, y en el año 1840 se recibió de bachiller en filosofía en el colegio episcopal.

En ese estado, Cuello se encontraba en el caso de elegir carrera, y su elección fué bien propia de su carácter y tendencias.

El que había nacido para ser útil á la humanidad y para abordar de frente las cuestiones que al bien del hombre se oponían, quiso dedicarse á las ciencias positivas y de carácter práctico, y conociendo ya las generalidades de la filosofía, tal como en su época se enseñaba, eligió para campo de sus estudios la medicina, que tan poco había adelantado en España á causa del despotismo de los gobiernos é intolerancia de muchos hombres de ciencia.

Pero tanto era su deseo de saber, que no satisfecho con los conocimientos que en la Facultad de Medicina podía procurarse, asistía á las clases de francés y dibujo que la Junta de Comercio tenía establecidas en la Lonja, y á más buscaba con avidez los libros que trataban de la historia revolucionaria y de la filosofía moderna para entregarse á su lectura.

A la edad de 16 años era Cuello conocido del público barcelonés por sus escritos y poesías, que publicaba en El Laurel.

En aquella época era ya entusiasta por la revolución que había de realizar el bien del hombre, si bien deploraba los horrores fatales y necesarios al desenvolvimiento del progreso. Se condolía de la sangre que se derrama por el planteamiento de una idea que ha de levantarse sobre las ruinas de despóticas y caducas instituciones, y no obstante eso, opinaba que llegada la hora del combate no era cuestión de una gota más ó menos de sangre el hacer que éste se entibiara. Este carácter y el sentimiento de fraternidad que en él vivía encarnado le hacían un hombre verdaderamente revolucionario.

No era vengativo, pero era severo, y el valor no le abandonaba nunca.

Sobrevino entonces el pronunciamiento político-militar de Setiembre, llamado también glorioso, y Cuello no tardó en formar en las filas de la Milicia ciudadana.

abdón terradas1

Abdó Terradas

Esto le dio ocasión de conocer á Terradas, y éste, que comprendió fácilmente lo mucho que Cuello valía, no tardó en prodigarle su amistad, naciendo entre los dos un sentimiento de intimidad tan grande, como no nace sino entre los que bien se comprenden é iguales tendencias les guía.

Cuello necesitaba de un hombre que fuese la encarnación de la idea que en su mente se agitaba, y Terradas del joven que sintiera dentro de su corazón los latidos que él sentía.

Aquel era Terradas; éste, Cuello.

Y aquí fué cuando Cuello empezó á formular sus aspiraciones y á propagar la idea que había de inmortalizarle, no tardando en ocupar uno de los puestos más difíciles en el partido democrático.

A últimos del año 1842 fué director del periódico El Republicano y uno de los jefes del partido de que este periódico era eco que más merecía el aprecio y confianza de sus adeptos.

Con su bien cortada pluma y con el entusiasmo propio del hombre que abriga profundas convicciones, hizo que El Republicano apareciera brotando la hiel que el corazón del pueblo corroía.

Aquel periódico fué una verdadera tea, que al mismo tiempo que servía para destruir la injusticia de los gobiernos, alumbraba al pueblo y le enseñaba las causas de los males que le afligen.

Más esto no podía durar; era preciso que acabara; no deben dejarse impunes les delitos que contra los gobiernos se cometan, y Cuello y los demás colaboradores fueron presos y encarcelados bajo el pretexto de que habían promovido un escándalo la noche de un domingo antes.

Pero al saberlo Barcelona, un grito de indignación resonó por sus ámbitos, y á las ocho de la mañana del 15 de Noviembre, el toque de somatén anunció á sus moradores y á los de los pueblos comarcanos que se iba á protestar valientemente contra aquel agravio inferido á la Milicia nacional por la detención infame de algunos de sus más queridos oficiales, y por el ataque cobardemente encubierto que contra la libertad de imprenta se acababa de llevar á cabo.

claudio6Un puñado de valientes, pertrechados en la plaza de la Constitución, la del Ángel y sus inmediaciones, sostuvieron tres días de encarnizado combate, sin tregua ni descanso, y del que salieron victoriosos los defensores del derecho y la justicia.

Obligados los soldados á retirarse á sus cuarteles, fueron rescatados los presos y llevados en triunfo entre los amotinados.

Puestos ellos al frente del movimiento, continuó éste con más energía si cabe y hasta con más entusiasmo, y un día después los revoltosos eran ya dueños de los cuarteles y fuertes de la guarnición; pero aquel movimiento espontáneo, sin combinación, y sin que lo secundara ninguna provincia, quedó por un momento vencido, y Cuello, que durante el mismo demostró una vez más sus cualidades de hombre revolucionario, siendo, al mismo tiempo que el soldado valiente, el jefe previsor y el agitador enérgico, tuvo que deponer su espada y abandonar España.

Inútil es que nos extendamos en consideraciones sobre lo que á Cuello le pasaría en la emigración. Tantas y tantas han debido sufrir los políticos españoles y tantos son los que en la emigración han estado, que nos creemos dispensados de hacerlo, sí bien haciendo constar que hasta en ella estuvo grande. Faltos de recursos él y sus compañeros, decidióse á empuñar el pincel para con sus producciones ganarse el pan que debía alimentarle; pero si el intento era laudable, los resultados no fueron tan satisfactorios. Francia tiene sus artistas, y Cuello, sin relaciones y nuevo en el país, había precisamente de luchar con la falta de trabajo.

Cuello contaba entonces diez y siete años, y en nada mitigó su entusiasmo de joven el tener que luchar con la adversidad y el infortunio.

En más de una ocasión, él y sus amigos se encontraron sin recursos, pero siempre el sentimiento de fraternidad que anima á los buenos de todos los pueblos y de todas las razas les sacaba de su situación triste y desesperada, hasta que sobrevinieron los sucesos del 43, y Cuello, desafiando todos los peligros que se le oponían á su paso, atraviesa la frontera y se presenta en Sabadell, donde ondeaba la bandera revolucionaria y donde permaneció hasta que, falseado aquel movimiento, Barcelona dio el grito de ¡Junta Central ó muerte!Claudio4_bombardeo1842

Atraído por este grito, Cuello se presenta en Barcelona, é incansable como siempre, toma la dirección de los periódicos El Porvenir y La Unión; se sienta en el Consistorio, es nombrado fiscal de la comisión militar y acude también como valiente soldado á la defensa de las murallas. Tres meses sostuvo Barcelona el sitio, desafiando el continuo fuego de sus sitiadores y la lluvia no interrumpida de bombas que el gigante de la tiranía, Monjuich, vomitaba á la capital, hasta que, vendida quizá, más bien que rendida, Cuello y algunos de sus amigos fueron á ampararse de un buque francés, y de allí emigró otra vez á Francia, instalándose en Irún.

Al cabo del año de estar en la emigración, intentó entrar en España, y al pasar los Pirineos fué preso y conducido á Pamplona, de donde se le trasladó á Barcelona, de cárcel en cárcel, yendo ora á pié, ora á caballo, y reclamado por la autoridad militar de Cataluña á causa de atribuírsele complicidad en un hecho de armas que tuvo lugar en Sarriá mientras los sucesos del año anterior, entre una partida de guías de la Junta y algunos adversarios del movimiento centralista, del que resultaron ser fusilados algunos de los últimos. Pero Cuello ni estuvo con la partida, ni había ordenado semejante hecho.

Catorce meses de cárcel le valió á Cuello la suposición de la complicidad en el suceso antes citado, después de los cuales fué condenado á extrañamiento del Principado y á las órdenes de la autoridad de Montilla, en Andalucía, donde vivió pobre y humilde, practicándose en el arte de la pintura.

Al poco tiempo sus retratos fueron la admiración de los que los veían, y resolvió dedicarse á este arte para ganarse la subsistencia, ya que había debido de abandonar la carrera de médico á causa de las continuas persecuciones que sufría.

II

Entonces Cuello resolvió trasladarse á Francia y permaneció en Perpiñan hasta el año 1845, que con motivo de la promulgación de la amnistía volvió á reunirse con su familia.

Otra vez en la capital de Cataluña reanuda la propaganda; el ejemplo del apóstol entusiasta en él se encuentra.

Pero su estancia tranquila en Barcelona no podía durar, y llegados los acontecimientos de Solís en Galicia, fué confinado á Piera, de donde salió pronto para dirigirse á Valencia, Andalucía y Murcia, donde vivió cerca de dos años con el producto de sus pinceles y burlando la vigilancia de las autoridades.

Revolución de 1848 en París

Revolución de 1848 en París

De regreso á su patria natal, cuando en el 48 el pueblo francés destruyó el trono de Luis Felipe, la ira de los reaccionarios los despertó la sed de venganza, y los que en España se habían dado á conocer por sus ideas afines á las que el pueblo francés proclamaba fueron infamemente perseguidos; y Cuello, que no pudo salvarse de la persecución de sus adversarios, fué preso y confinado á Ibiza, de donde escapó junto con algunos compañeros á bordo de una frágil nave, yendo á desembarcar á las costas de África y trasladándose de allí á Perpiñán, donde volvió á encontrarse con Terradas. Los dos allí fueron el centro de una nueva conspiración que debía de realizar en España un radical cambio político, y para lograrlo proyectaron algunos la coalición de los tres partidos que en oposición al gobierno se encontraban, carlista, progresista y republicano, coalición que dio por resultado la guerra civil en Cataluña.

Cierto que durante aquellas jornadas se cometieron atropellos, pero también es cierto que Cuello y Terradas fueron la más elocuente protesta que en nombre del partido republicano podía hacerse, con sus cartas, su actitud y sus manifiestos, rechazando toda complicidad en tan escandalosos hechos.

Sofocada la insurrección, ó más bien vendidos al oro del gobierno los hombres que al frente de ciertas partidas se encontraban, se dio una amplia amnistía y Cuello volvió por sexta vez al seno de su familia.

¡Pobre Cuello! ¿Quién había de decirle que aquel seria el último regreso, mas no la última despedida? ¡Le faltaba aún la de la muerte!

En aquella época había ya en España una gran masa de hombres que se habían acogido con entusiasmo bajo la bandera republicana. Las ideas de la democracia encontraban ya eco en gran número de los hijos del trabajo; el sentimiento de justicia se manifestaba en la que llaman con escándalo la clase baja; muchos de los hombres de más valor del partido progresista comprendían la ineficacia de sus principios, y sobre todo, el elemento joven sentía latir sus corazones al mágico impulso de la idea del derecho.

«La semilla había fructificado.»

Su idea estaba sembrada, y el terreno había de ser favorable á una buena cosecha.

El pueblo español estaba ya harto de monarquismo de constitucionalismo y de farsa, y se encontraba dispuesto á acoger en su seno otros principios más conformes con las aspiraciones de la época.

Y aquella semilla fructificaba tanto más cuanto más lágrimas derramaban la desgraciada viuda, el infortunado huérfano y la desconsolada madre.

Y Cuello comprendió esto, y pensó en preparar los medios de recoger á tiempo los frutos que indudablemente debía dar la semilla aquella.

El trabajo se les complicaba y entonces pensó en organizar el partido democrático.

Formóse un comité de las cuatro provincias catalanas, que era donde más se habían comprendido las ideas de la democracia, y procuróse en seguida «ensanchar la organización del partido, haciéndola extensible en toda España, para lograr más eficaz y rápidamente la propagación de la doctrinas democráticas.»

De ese comité era Cuello secretario.

Con sus continuos trabajos y acertadas disposiciones había logrado dar al partido democrático barcelonés tal cohesión y fuerza, que en las elecciones de diputados á Cortes que tuvieron lugar en 1851 presentó candidato en oposición del progresista por el distrito de la Lonja al ciudadano Estanislao Figueras, obteniendo el más completo y difícil de los triunfos.

Este triunfo despertó hasta tal punto el odio de los adversarios de la democracia, que no tan solo no supieron disimularlo, sino que descendieron hasta el bajo extremo de acudir á la grosería, al insulto y á las amenazas, para lograr desprestigiar á Cuello y sus amigos ante la opinión pública y apagar en ellos el entusiasmo que sentían por su justa causa.

Mas todo fué inútil: á proporción que crecían los insultos crecían los adeptos; en relación de las amenazas aumentaba en ellos la convicción y la fuerza.

Entonces Cuello pensó en su partido, é hizo que el comité, del cual, como ya hemos dicho, era secretario, se ocupara de los rumores que afirmaban que se atentaba contra la vida de algunos de sus hombres.

Se presentó á él en ocasión en que se había reunido prescindiendo de su persona, precisamente porque de ella iban á ocuparse, pues sus amigos querían tratar de la manera de salvar á Cuello, que según entendían era el más comprometido, y con aquella fuerza de convicción propia del hombre que siente latir su corazón por un deseo tan grande como desinteresado:—«Vengo, les dijo, á proponeros un asunto de interés para el partido… Según nos ha advertido la misma policía, la vida de algunos de nosotros está, en peligro. Yo sé por mí mismo que de nosotros no hay ni siquiera uno que tema la muerte; pero como aquí estamos por la voluntad del partido y con objeto de prever lo que al partido puede ocurrirle, se me ocurre preguntaros: si alguno de nosotros dejara de existir, ¿sería conveniente llamar otra vez al partido para que en solemne votación eligiera quien debiera sustituirle, ó sería más prudente el que cada uno de nosotros desde ahora le nombrara? Yo creo que si uno de nosotros muere, ha de ser reemplazado inmediatamente, y creo también que en atención á las circunstancias que atravesamos no es lo más fácil ni tampoco lo más cuerdo reunir otra vez al partido, pues que podrían con más facilidad saciar su sed de venganza nuestros adversarios; y por eso me atrevo á proponer que cada uno de nosotros nombre quien deba reemplazarle, si le alcanza la muerte, y que estos nombramientos se hagan por papeleta cerrada bajo sobre, en el que haya nuestro nombre, y que en depósito se entreguen á tres personas que no sean del comité.»

Aceptóse, y así se hizo.

¿Es que Cuello al dar ese paso sentía miedo?

De ningún modo; pero aleccionado en el infortunio y comprendiendo su situación y la del partido, y pensando más en este que en sí mismo, podía creer que si á él le mataban no se contentarían con haber derramado su sangre, sino que continuarían su obra con los demás que el comité formaban.

De ese modo pensaría Cuello cuando en la posibilidad de la muerte creía, pero es lo cierto que no se preocupaba mucho de ello.

Así pues las cosas, el comité iba cumpliendo su cometido, Cuello trabajando para el partido con aquella convicción que no le abandonaba nunca, y los enemigos de la democracia conspirando contra el bien del pueblo, y la paz de los republicanos.

Y llegó la noche del 23 de Junio.

J. Roig Minguet.

III

Y la noche de San Juan del año 1851 fué, para los moradores de la industriosa ciudad de Barcelona, tristemente célebre.

Habían ya dado las doce, cuando un grupo de jóvenes iban decididos á disfrutar de la algazara propia de aquella noche, para así tener más ocasión de estar reunidos y distraer si cabe el mal efecto que les producía el estado de sitio á que hacía ya nueve años estaba sujeta la antigua capital de Cataluña.

¡Cómo imaginar que, hasta en aquellos momentos que son tanto más solemnes cuanto que vienen aun á recordarnos los días de expansión que los antiguos déspotas permitían á sus esclavos, estuvieran los malhechores dispuestos á realizar un acto tan repugnante como el de asesinar á un indefenso, que si algún crimen había cometido era el de querer regenerarles.

Pero la consigna estaba dada, los asesinos habían comprometido su palabra, CUELLO HABÍA DE SER MUERTO.

Y Cuello iba en el grupo de que hemos hablado.

Los demás eran también republicanos; la ocasión era oportuna: faltaban solo los asesinos.

Y los asesinos no tardaron en presentarse.

No bien hubo llegado á la entrada de la calle de las balsas de San Pedro nuestro grupo, cuando otro de hombres de mala catadura, señalados algunos de ellos, se les interpuso, y después de proferir asquerosos insultos, provocan una reyerta, tanto más desigual cuanto que ni armados iban, ni tantos eran los acometidos.

Y de esta lucha resultaron cuatro heridos, entre los que había uno que lo estaba en el tercio superior del brazo izquierdo, en la parte superior anterior del mismo, en la parte media del antebrazo derecho, en el vacío izquierdo de tres puñaladas, y últimamente en la parte inferior izquierda del bajo vientre.

Éste, que fué sin duda alguna el que con más tesón peleó contra sus acometedores, tuvo que sostener un terrible combate que duró más de diez minutos, batiéndose á brazo contra tres que iban armados y con la intención sin duda de asesinarle.

¿Quiénes eran aquellos desalmados’?

¿Qué ofensa habían recibido de aquel indefenso que con tanta saña atropellaban?

¿Es que conocían de antemano al que debía ser su victima?

¿Había andado el oro de por medio?

Nosotros creemos que el lector se contestará por sí solo á estas preguntas al saber que entre los heridos de que hemos hecho mérito, el que estaba de más gravedad era Francisco de Paula Cuello.

Pocas horas después Cuello fué trasladado á su casa; Barcelona entera sabía el hecho, y todas las personas dignas protestaban contra tan vil atentado. Los médicos más autorizados y de más fama de la capital fueron llamados á entender en la gravedad de sus heridas. De todos los recursos de la ciencia se echó mano para lograr arrebatarle de los brazos de la muerte. Cuello era en política la síntesis de una grande aspiración, la representación de un gran partido, la encarnación de una sublime idea; y hasta sus mismos adversarios, hasta los profanos en asuntos de interés social y público, sintieron lo que siente el sencillo labriego cuando al golpe de airada mano ve caer una de aquellas portentosas obras de la humanidad que la engrandecen y honran.

Durante los días de su enfermedad no se oía por Barcelona más que lamentos y exclamaciones.

La atención general se ocupaba solo en saber uno por uno los síntomas que aquella presentaba.

Tan pronto la satisfacción de una pasajera esperanza se pintaba en el rostro del indignado vecindario, como las señales de la más profunda tristeza se manifestaban en los más juveniles semblantes.

Desde el amanecer del día 24 de Junio hasta las once de la noche del 2 de Julio en que la fatal palabra ¡¡ha muerto!! llenó de tristeza los ámbitos de la populosa Barcelona, Cuello sufrió agudos y terribles dolores luchando con la muerte con el mismo valor y con más serenidad y calma que cuando luchaba con los sectarios de la tiranía.

¡Cuello ha muerto! se oía por do quier en la madrugada del 3 de Julio, y el pueblo en masa se agolpaba á las puertas de la casa mortuoria para rendir un justo tributo de respeto al que en vida fué un adalid de la causa de los pueblos, y del que debía ser muerto un monumento de gloria para el partido republicano.

J. Roig Minguet.

IV

Ya hemos visto la manera vil cómo fué asesinado Cuello; ya le hemos seguido casi desde la cuna al ataúd; pero nos falta aun seguirlo hasta la tumba, hasta más allá de la tumba, hasta la imortalidad.

Cuello en vida era el centro del partido que más tarde había de derribar el trono de los Borbones é imposibilitar el levantamiento de otros; y si bien su prematura muerte arrebató á la democracia española uno de sus mejores soldados, sus desgracias alentaron, dieron valor y animaron á sus amigos á seguir su ejemplo; que este es el resultado que obtienen los déspotas cuando atentan contra la vida de uno de los apóstoles del progreso.

Al espirar, quizá su triste estancia respirara solo República, y al efecto un armónium tocaba las más entusiastas composiciones republicanas.

¡Oh! ¡Cuan sublime fué en aquellos momentos!

Ni el dolor físico que ni un solo instante dejaba de atormentarle, ni la seguridad de una temprana muerte que él comprendía le amagaba, pudieron lograr que su ánimo decayera, que su espíritu vacilara, y que su clara inteligencia dejara de ocuparse de lo que había sido la constante causa de sus desvelos y de sus más dulces ilusiones.

Los amigos que rodeaban el lecho de su dolor, no se atrevían siquiera á mover los labios aguardando apesadumbrados el fatal momento, y él, que comprendía perfectamente el pesar que por su segura pérdida sentían, les hablaba de una época feliz en que el hombre recobraría la dignidad de su ser, en que la justicia regiría las acciones de la humanidad, y en que la fraternidad calmaría las dolencias sociales.

Por eso hoy al recordar su nombre recordamos sus virtudes, su valor y sus penas y derramando una lágrima á su memoria, hacemos el voto de no olvidar nunca al que murió por la República, despertando en el pueblo catalán el deseo de imitarle siguiendo el camino que él le trazara.

Vamos á concluir reseñando el entierro que á Cuello se hizo, tomándolo de la biografía que de él escribió el ciudadano Ceferino Treserra.

«A las ocho de la mañana del día 6 de Julio, la calle de la Unión presentaba un aspecto singular. Los unos con hachas de cera, los otros con coronas de siemprevivas y ramos de laurel en la mano y muchos con gasas negras en el brazo, aguardaban la hora de acompañar el cadáver hasta la última morada. A las nueve, el gentío se extendió por todo lo ancho de la calle de Fernando, Rambla del gran Liceo, Requería y Escudillers. La hora designada era la de las diez en punto.

»Poco antes de esta hora, principió á uniformarse la comitiva: comparecieron en la puerta de la casa del finado dos bandas de música…

»Los balcones de las calles por donde había de trascurrir el cortejo fúnebre estaban también atestadas de gentes, dominando aun en las señoras, los trajes negros.

»En todos los rostros se veía pintada la ansiedad ó el dolor… Barcelona entera se vistió de luto. Ni un signo de fuerza, ni de autoridad se veía por ninguna parte.

Las tropas estaban recogidas en los cuarteles y cerrados los rastrillos de los fuertes.

»Al dar las diez se levantó el cristal que cubría el ataúd donde Cuello estaba colocado, y todos los concurrentes de la sala fueron uno á uno imprimiendo en la frente del cadáver el último ósculo de amor y fraternidad.

»Uno de los concurrentes tocó el registro del armonium que había sobre la cómoda, y principió á tocar la Marsellesa.

—»Vamos, exclamó otro.

—»Vamos, contestaron todos.

»Los más allegados al finado, en número de doce, se colocaron en dos mitades, una á cada lado del féretro, cogió cada uno el anda que le correspondía y con paso lento, mesurado, solemne, en medio de las lágrimas de una apiñada concurrencia atravesaron los umbrales de la habitación, bajaron la escalera é hicieron alto en la entrada de la casa.

»Toda la inmensa multitud que pudo apenas divisarle, como á la voz de un solo hombre, se descubrió la cabeza; un silencio de muerte reinaba en aquel instante.

»Parecía que el ¡Dies irae…! ¡Dies Ille…! del profeta se había realizado. Todos estaban sobrecogidos de un santo terror.

»La concurrencia se puso en marcha en el orden siguiente:

»Una comitiva de ciudadanos formando de cuatro en cuatro en fondo, en número de cuatro mil, llevando muchos de ellos ramos de laurel y coronas de siemprevivas en las manos.

»Una banda militar con cajas destempladas tocando la marcha fúnebre de D. Sebastian.

»Otra comitiva de ciudadanos, de doble fondo que los primeros, en número de unos trescientos, iban asidos del brazo y con los sombreros en la mano.

»Dos hileras de hachas, contándose hasta setecientas ochenta. Casi todos los ciudadanos que las llevaban ostentaban en el codo del brazo izquierdo la gasa negra.

»Seguia la banda popular tocando una patética marcha, compuesta expresamente por D. Pedro Barrubés.

»A continuación iba el coche mortuorio de los pobres.

»Luego el féretro descubierto, llevado por doce de sus amigos, alternando amenudo con otros muchos que se disputaban esa triste honra.

»E1 duelo marchaba inmediatamente después del féretro.

»Cerraba el acompañamiento un séquito general de ciudadanos y habitantes de los pueblos de la provincia, convidados al efecto, todos sin hachas. En este acompañamiento puede decirse que iba la ciudad entera que no se hallaba en las tiendas, balcones y terrados del tránsito.

»El cortejo recorrió la carrera siguiente:

»Calle de la Unión, Rambla, calle de Fernando, plaza de la Constitución, calle de Jaime I, plaza del Ángel, Platería, plaza de Santa María, Espadería, plaza de Palacio, puerta del Mar y camino del cementerio.

»De los balcones y terrados del tránsito se arrojaron algunas coronas y flores sobre el cadáver.

»Llegados á las afueras de la puerta del Mar, el eco de la población fué amortiguándose paulatinamente al compás de las fúnebres bandas.

J. Roig Minguet.

V

»Entre tanto parecía que una voz misteriosa resonaba en el fondo de todas las conciencias, diciendo:

—»¡Bendito el que muere en el santo amor del pueblo; su sepulcro es el templo de la inmortalidad!

»Las lágrimas del pueblo son la corona de perlas de los santos mártires!

»Se oirá un día una voz tonante en el espacio, y que resonará en la conciencia de todos, diciendo: ¡Lázaro, Lázaro… levántate!

»Y la humanidad se despertará de su profundo y doloroso sueño.

»¡Cuello resucitará entonces…!

»¡Porque los que mueren por la patria, no hacen más que entregarse al sueño de una noche.

»Cerca de las dos de la tarde, toda aquella comitiva llegó á las puertas del cementerio.

»Con sorpresa se vio que detrás del mismo se habían escalonado varias partidas de mozos de la escuadra y alguna fuerza de caballería.

»Las avenidas estaban ya tomadas por un gentío inmenso, no habiendo sido posible penetrar en el interior de aquella fúnebre mansión, sin embargo de su vasta capacidad. A unos quince pasos escasos de sus umbrales estaba colocada una mesa rigurosamente enlutada, sobre la cual se puso el ataúd, y abierto para que los concurrentes pudiesen ver las facciones del desventurado, varios individuos leyeron con sentida voz y derramando lágrimas, algunas composiciones en verso.

»Abdon Terradas, de pié sobre una silla, leyó la siguiente de José Anselmo Clavé:

¡¡No existe…!! ¡¡¡Miradle!!! Ya abrieron la fosa

del mártir del pueblo de excelsa virtud.

¡Al golpe golpe inclemente de mano alevosa

la flor agostaron de su juventud.

¡En hora menguada mortífero acero

con mísero encono su sangre vertió…!

Su sangre querida… que un ¡ay! Lastimero

con febril angustia del pueblo arrancó.

Y augurio siniestro de instantes fatales

su lenta agonía… su duro penar,

hirviendo las fibras de pechos leales

el llanto llegaron del alma agotar.

¡Morir…! ¡¡Y tan joven!! Matar su esperanza…

sus dulces ensueños… su gran porvenir…

¡Infames verdugos! ¿Qué odio así os lanza

en pecho indefenso cual tigres á herir?

Osar cara á cara debiérais, villanos,

con armas iguales si hubieras honor;

y entonces probarais de nuestros hermanos

en justa defensa su noble valor.

Más ¡ah! vil aborto de raza cobarde

que el sello de infamia marcara su faz.

De herir cual traidores hicisteis alarde,.,

de inmundos reptiles instinto falaz.

¡¡¡Dejad… que algún día de Dios la justicia

castigo tremendo severo os dará,

y entonces de CUELLO la sangre patricia,

vengada, sí, viles, vengada será!!!

¡Y tú noble mártir! ¡Hermano querido…!

¡Demócrata ilustre de insigne valor…

contempla este pueblo que aquí reunido

con lágrimas cuenta su acerbo dolor!

Contempla este pueblo que torpes desdoran

los necios cegados de un falso oropel;

por tí, ¡pobre Cuello…! por tí… todos lloran…

¡Oh! ¡Gracias, hermanos! ¡Oh! ¡Gracias por él!

Honrad su memoria siguiendo su ejemplo:

sus raras virtudes con fé predicad,

que luce su nombre ya inscrito en el templo

de los defensores de la humanidad.

«Concluida, la lectura de estos versos ambas bandas de música rompieron en torrentes de armonía. Se levantó el féretro de la mesa y fué introducido en el recinto del cementerio. Para atravesar la corta distancia intermedia de quince palmos escasos, como hemos indicado, emplearon por lo menos veinte minutos. Las gentes se arrojaban á su paso, unos con el afán de tocar el ataúd, otros para contemplar el apacible rostro del cadáver, y no pocos para besarle sus ropas, sus manos ó su frente.

»A las dos y media se disolvía la concurrencia con el mayor orden y recogimiento.

«¡Cuántas lágrimas se habían derramado!

»Jamás ningún magnate, ningún príncipe, ningún hombre de Estado há sido acompañado á la tumba con tanta majestad.»

¡Qué lección para los soberbios de la tierra!

Y ni el tiempo ha borrado de la memoria de los buenos liberales catalanes el recuerdo de tan insigne campeón de la República.

Cuando las brisas de la libertad hemos podido respirar en Cataluña, llevados por un magnético atractivo vamos los demócratas á depositar una lágrima sobre la tumba del malogrado Cuello. Cuantas veces el pueblo.

J. Roig Minguet.

Josep Roig Minguet. Fuente: Diccionari biogràfic del moviment obrer als Països Catalans.

Propagandista republicano federal y cooperativista. Originario probablemente de Figueras. Colabora desde su fundación en Barcelona el 4 de septiembre de 1864, con el periódico El Obrero, de Antoni Gusart, marcadamente demócrata y cooperativista. Participó con los otros miembros de la redacción del periódico, en la organización del Congreso de cooperativas y sociedades de ayuda mutua y de resistencia, en diciembre de 1865 en Barcelona, al final del cual se va a enviar a la presidencia del consejo de ministros una exposición en la que se pedía la libertad de asociación. El 6 de diciembre de 1868 firma la llamada A los obreros de Cataluña. Participó en el congreso obrero catalán de diciembre de 1868 donde se pronuncia por la República Federal y la intervención obrera en política. Cómo reacción a los acuerdos adoptados por el Congreso obrero de Barcelona de 1870, publica diversos artículos en el periódico republicano de Barcelona El Independiente, de los cuales destacó: Á mis amigos los obreros; en el que hace una crítica al creciente apoliticismo. En 1872 colabora en la creación del diario El comunalista. Proclamada la República, forma parte de la comisión creada por la Diputación para solucionar los problemas de los obreros. La propuesta de la comisión de jurados mixtos, jornada laboral y control del trabajo infantil fue aprobada, mientas que la de marzo sobre la proclamación del Estado Federal Ibérico fue rechazada.

María Antonia (Narración Mejicana)

benitojuarez2María Antonia

Narración Mejicana

Méjico es uno de los países americanos de mayores grandezas.

Sus campos dilatados y fértiles, ya presentan montañas cuyos picos parecieran llegar á lo más alto del firmamento, ya las llanuras que conciben para sus lienzos los pintores cuando quieren copiar un paisaje

idealizado por la suavidad de tonos de una planicie, ya los metales más preciosos, que se presentan como ricos veneros, á poco que se ahonde en la tierra ó se escudriñen las arenas de algunos ríos.

Imperio poderoso antes de la conquista, patria de aquellos tlascaltecas tan justamente fantaseados por la poesía heroica de nuestros vates, inspiración fecundísima de Zorrilla, leyenda soñada, República patriótica, nación de viriles empujes, asiento de las soberanas del aire, atmósfera de atracciones indefinibles, Méjico tiene los encantos reales de una naturaleza privilegiada y los que en el alma se sienten por su historia gloriosa, sus tradiciones interesantes y su carácter propio, exclusivo y verdaderamente admirable.

Luchó contra los que perturbaban el orden, rechazó la invasión de un ejército poderoso reconquistando su independencia, y ha sido de los primeros países de la América española que ha planteado industrias y abierto fábricas.

Cuanto pudiéramos decir de esta tierra hermosísima fuera pálido ante la majestad del valle de Otumba, el panorama espléndido de Orizaba, las aguas de Uzamacinta, las de Tabasco, el pintoresco Chapultepec, residencia favorita de Moctezuma, los alrededores de Méjico y las mismas agrestes fronteras de los Estados Unidos, donde se encuentran todavía indios en estado salvaje, especie de partidas de bandoleros con las que riñen de continuo combates más ó menos encarnizados las tropas del gobierno en combinación muchas veces con las del vecino país, montadas por aquellos parajes en pie de guerra.

Hasta allí quiero llevar con el pensamiento á nuestros lectores, adonde verán en un grupo de gente extraña, mezcla, como hemos dicho, de bandidos é indios con los rostros cobrizos tostados por los rayos del sol, á una muchacha de veinte años, tipo bellísimo de la clase.

No pueden darse seguramente ojos más penetrantes que los suyos. Brillan como el acero, y transmiten la luz que inunda su alma criolla y que inflama su corazón, hervidero de pasiones violentas, de impresiones salvajes, de sentimientos que lo avasallan todo y que al reflejarse su ardiente mirada, atraen como la pendiente de un abismo profundo.

María Antonia era una mujer interesantísima, un ejemplar de su raza en estado nativo, un alma fiera dulcificada por un corazón hermoso; la nieve de su rudeza se deshacía en su pecho de fuego.

Vivía sin darse cuenta de su existencia; iba en pos de su gente; caminaba al azar como cuerpo extraño al que los huracanes envuelven y llevan en sus giros impetuosos de un lado á otro; atravesaba el desierto impulsada por el simoun de sus deudos y compañeros de pandillaje; vagaba por aquellos sitios deshabitados, por aquellos eriales inmensos, como el pétalo de una rosa que transportase el viento á un oasis.

mejico2bLos suyos prepararon una sorpresa. Se trataba de apresar un rico botín. Era preciso, como siempre, jugar el todo por el todo. El que caía prisionero podía contarse ya entre los muertos.

Nunca se dio cuartel al bandolero en cuadrilla, en Méjico, ni en ningún país del mundo. Los criminales de aquellos tiempos lo eran doblemente, porque distraían fuerzas que hacían falta para defender á la patria de una invasión extranjera.

Francia luchaba por sostener en el trono de Guatimozín á un príncipe europeo, investido del cetro imperial.

Porfirio Díaz, Corona, Riva Palacio, Juárez; generales, hombres civiles, patriotas, republicanos entusiastas, hacían frente al empuje de las tropas francesas que imponían á Méjico su dominio, y con él, por ende, hasta una forma de gobierno contraria á la que en el país se estimase como la más excelente entre todas.

El rico y el pobre, el lépero, el hijo interesante, denodado y vivaracho del pueblo, lo mismo que el acostumbrado sólo á las indolencias y suavidades del mundo social, trocaban su vida ordinaria por la agitada de una guerra, las penurias de una campaña y los peligros de un combate sangriento, mientras que en las fronteras del Norte-América los forajidos campaban por sus respetos, sacando cuanto provecho podían de la ruda pelea que conmoviera por todas partes al país.

Atenta á su fin, devorada por la sed insaciable de la rapiña, la horda de María Antonia, cruzando desiertos, se acercaba á un camino por donde y con las precauciones que hacían al caso debían pasar algunas familias que se alejaban por allí para rehacerse en sitio más seguro de las terribles sacudidas de la guerra que ardía en la tierra mejicana.

Los ligeros caballos de purísima raza criolla, más veloces que el rayo, galopaban con brío, espoleados por sus jinetes, que con sus gritos los animaban en su marcha vertiginosa. Los pararon de pronto. Estaba á la vista la presa.

Pero una equivocación fatal para aquellos bandidos les hubiera hecho desaparecer de este mundo a todos si no hubiesen tenido la superioridad del número en aquella ocasión.

Los que venían eran sólo unos cuantos soldados, acompañando un carro en que iba un herido, á quien mucho estimaban.

La cuadrilla de salvajes se lanzó sobre ellos haciendo fuego, al que contestaron los que venían resistiendo el empuje cuanto pudieran, hasta que fueron apresados y saqueados por aquellas fieras del campo

con figuras humanas.

Lo primero que decidieron fué matar al herido, por considerarlo un estorbo en la marcha.

Un hombre solo, de arrogante presencia, cubriendo con su fornido cuerpo el del infeliz doliente, logró contener con su temerario arrojo á los primeros que se acercaron, heridos por las balas certeras que disparaba con su revolver. Todos trataron de echarse sobre aquel hombre y hacerlo pedazos; pero en aquel momento una mujer que ejercía un dominio absoluto sobre aquel puñado de víboras, los detuvo con la mirada y con la acción. Adelantóse de un salto, y les dijo con un acento que subyugaba por lo terrible y lo hermosamente fascinador á un tiempo:

Dejádmelo á mí: quiero vengar yo sola la sangre que ha vertido de nuestra sangre.

Todos, incluso aquel héroe atlético, se quedaron suspensos de las palabras de la joven, sin movimiento y silenciosos.

La que se había expresado en tales términos era María Antonia.

Y acercándose al defensor del herido, clavando en él sus ojos negros como la noche triste de Hernán Cortés, chispeantes, abrasadores, imperativos, replicó nuevamente:

¡Adelante todos!

Y la siguieron al monótono ruido del carro que deslizaba sus pesadas ruedas por aquellos senderos incultos.

Guiados por María Antonia anduvieron maquinalmente hasta más de la media noche, que se internaron en un bosque espesísimo.

Pensaban los prisioneros en lo triste del fin que seguramente les tenía reservado su aciaga suerte, y los indios bandidos en el género de venganza que pudiera haber concebido el feroz caudillo, quien dispuso de pronto hacer alto, para tener una conferencia astuta con el paladín del herido, antes de arrancarle la vida y prepararle el martirio que para él había ideado con saña que se esforzaba en ponderar á los suyos, á quienes dijo que se prometía sacar mucha luz, para llevar á cabo grandes sorpresas, de aquel interrogatorio secreto.

Todos los prisioneros habían sido despojados de cuanto llevaban encima por insignificante que su valor fuera y de todas sus armas.

Ven, le dijo María Antonia al defensor del herido, quien algo extraño, de que no podía darse cuenta, había experimentado por aquella mujer brutal, especie de hiena con deseos de embriaguez de sangre, y llevándoselo con la vista á su lado al mismo tiempo que arrastraba de la brida al caballo que ella montaba, le dijo en voz baja y á una distancia en que ya no eran vistos ni oídos:

Tus balas han herido á los míos, quienes aguardan sólo á que yo vuelva para saber la especie de venganza que te he preparado después de sacarte esta entrevista cuantas revelaciones pueda con ardides y engaños.

¡Y tú, según eso!…

Quiero tu vida; quiero arrancarte ese corazón esforzado que tienes, pero no con la punta de este puñal que ciño á mi cuerpo, sino con la fiebre del sentimiento para mí monstruoso, y en el que deseo abrazar tu existencia, haciéndote el prisionero de lo que no perece jamás, de eso que nos alienta.

Del alma, á cuyo dominio me rindo á discreción, sobre todo á una fuerza sobrenatural, á la tuya, alma grande.

A eso, sí; á lo que quiera que sea, que yo comprendo.

Y ahora no hay que perder siquiera un momento. Enlazada tu vida a la mía, huyamos por este camino que yo sola conozco. Mi caballo es el más ligero de todos y el único capaz de salvar las lagunas que á la salida de aquí se encuentran. Llevaré yo las riendas.

¿Pero y los míos?

Nuestra fuga va á proporcionarles la suya. El deseo ciego de capturarnos llevará á mi gente á seguirnos, sin fijarse por dónde van, y llegaran á sitios rodeados por todas partes de tropa, sin poder contener el ímpetu de su marcha. Los conozco perfectamente.

Y dicho y hecho.

Los dos, jinetes sobre el caballo, se encontraron muy pronto distantes de allí, perseguidos de lejos por la gente de María Antonia, que fué apresada por un fuerte destacamento de tropas, siendo recuperados los compañeros del que se había ido con la interesante india, incluso el herido, á quien buscaron los soldados, llevaron consigo y curaron.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

mejico1Habían pasado unos cuantos meses, terminando la guerra con él drama tristísimo de Querétaro.

Los generales Miramón y Mejía y el mismo emperador Maximiliano fueron las últimas víctimas de aquella lucha encarnizada, que ha dejado recuerdo en la historia de las más empeñadas contiendas y sangrientas venganzas.

Desde el año 1793 en Francia, no se había quitado la vida á ningún príncipe de estirpe real, hasta el fusilamiento del infortunado miembro de la casa de Austria, en cuyas banderas figuran también, como en las de Méjico, ¡coincidencia extraña!, las águilas.

Méjico, el Mexitli (1) de los aztecas, estaba de gala.

Iba á tomar posesión solemnemente de la presidencia de la República un patricio ilustre, D. Benito Juárez, á quien aclamaban con gran entusiasmo en todo el país. Entre los jefes militares que iban á la recepción de la presidencia se destacaba un coronel por su apuesta figura y por llevar del brazo á una mujer elegantemente vestida, de tez morena y mirada vivísima y penetrante.

Su hermosura corría parejas con su arrogancia.

La Iglesia había bendecido el amor que aquella mujer sentía por el bizarro militar que la acompañaba.

La señora del coronel era María Antonia.

P. SAÑUDO AUTRAN.

(1)-Residencia del dios de la guerra.

Publicado originalmente en La Ilustración Artística el 16 de diciembre de 1895.

Fidelidad a prueba.

bobes1Fidelidad a prueba.

La raza negra es la raza más desgraciada del mundo; nace salvaje y para civilizarla se aprisiona, se la lleva á remotos países y suma humanidad se la coloca la cadena del esclavo y la dedican á los penosos trabajos de los climas tropicales en tanto que su señor coge el fruto del sudor ajeno columpiándose en su fresca hamaca. Ni siquiera se ha tenido el cuidado de civilizar á esa desgraciada raza, porque en lo general, y con rarísimas excepciones, los dueños han encerrado á sus esclavos en las haciendas, donde han continuado tan salvajes como lo eran en África. A esos seres desgraciados se les niega la inteligencia, los sentimientos, el corazón, todo, en fin; se cree que son irracionales, y si no se cree así, por lo que al negocio conviene, se aparenta creerlo.

Ejemplos tenemos de negros que han descollado en varios ramos del saber humano, pero ni el espacio de que disponemos, ni la índole, de este trabajo nos permite enumerarlos. Vamos, si, á relatar un hecho que prueba la delicadeza de sentimientos de uno de esos calumniados seres,tan dignos de compasión como merecedores de mejor suerte.

Corría el año 1812, en el que tomó poderoso incremento la guerra de la Independencia en Venezuela; se cometían atrocidades en nombre de uno y otro bando. Mandaba entonces el ejército español el general D. Tomás José Bobes, el hombre más funesto tal vez para la causa de España en América, pues su bárbaro proceder le conquistó el sobrenombre de Tigre isleño (1).

Relevado éste del mando por la ineficacia de sus operaciones, fué á sustituirle el general don José Tomás Morales, que si no adelantó gran cosa en la pacificación de la provincia de su mando, en cambió superó á su antecesor en iniquidades, lo cual dio motivo á que los mismos españoles cantasen una copla que á ese propósito se escribió:

bovesEntre Bobes y Morales

la diferencia es, no más,

que el uno es Tomás José

y el otro José Tomás.

El gobierno de estos dos hombres no hizo más que exasperar los ánimos de los patriotas, que en represalias cometían también inauditas atrocidades, hasta el extremo de que, habiendo entrado en la ciudad de Cucuaná el general venezolano Arizmendi, y sabedor de que Bobes había mandado azotar por las calles á su madre y hermana, mandó él, á su vez, azotar á las esposas de todos los españoles que en dicha ciudad vivían, orden que afortunadamente no se llevó á cabo porque se opusieron á ello todas las personas sensatas de la ciudad que en la causa de la independencia militaban. Este estado de cosas hacía que abandonasen el país gran número de familias acomodadas, que no consideraban seguros sus vidas ni sus capitales, expuestos unos y otras á las represalias de uno y otro bando.

II

Vivía en la ciudad de Cua, en el precioso valle que baña el río Tuy y que de él toma el nombre, un acomodado vizcaíno llamado don Santiago Goicoechea. Poseía este señor una bien cultivada hacienda de café y explotaba á la vez una rica mina de oro. Tenía, como es consiguiente, gran número de esclavos, que representaban un respetable capital, además del que poseía en dinero y alhajas, que no era menos connsiderable y que podía calcularse en unos trescientos mil duros. El cariz que la guerra fué tomando obligó á don Santiago á abandonar secretamente el país, y antes de hacerlo llamó á uno de sus esclavos, llamado Matías, hombre fornido, honrado á carta cabal y que poseía entera la confianza de su señor. Noticióle su propósito y le dijo que entre los dos debían ocultar en paraje seguro todas las alhajas y el dinero que en onzas de oro tenía, para sacarlo á su vuelta, que no podía tardar mucho tiempo, puesto que defendía la buena causa y era para él indudable que vencerían las armas de España. En esta confianza, nada dijo á su esposa ni á sus hijos, pequeños entonces, de lo que había hecho. Al día siguiente de haber ocultado su tesoro, despidióse don Santiago de su familia, y encargando al negro Matías que por ningún pretexto dijese á nadie dónde estaba oculto el dinero, ni aun á su misma esposa, partió de Cua disfrazado de arriero y embarcóse para Puerto-Rico. La familia de don Santiago esperaba su pronto regreso y el negro Matías guardó fielmente su secreto, esperando también devolver á su dueño el depósito que le había confiado. ¡Cuan ajenos estaban todos ellos de imaginar siquiera las terribles pruebas por que debían pasar antes de ver realizados sus deseos!

III

En el tiempo en que tuvieron lugar los sucesos que vamos relatando, las comunicaciones eran dificilísimas y mucho más aún con las poblaciones del interior de un país en que, como Venezuela, ardía la guerra civil; esto dio ocasión á que la familia de don Santiago no tuviese noticias de él más que dos veces en tres años. La guerra duraba aún y no se la veía un término próximo, así es que ninguno de los que por su causa emigraron, había vuelto á su hogar. La familia de don Santiago se había retirado á vivir en la hacienda que cercana á la ciudad tenían, olvidada del mundo y no pensando más que en el momento de abrazar á su jefe.

Pasaban por la hacienda columnas amigas y enemigas; á todas se las recibía bien, y Matías tenía cuidado en estar bien con unos y otros, á fin de que ninguno molestara á su señora.

Un día presentóse en la hacienda una gruesa columna de patriotas, cuyo jefe era uno de los hombres más feroces de aquella época y cuyo nombre callamos porque aún existen sus descendientes, personas muy estimables y nada heredaron de su abuelo más que el apellido. El jefe de esa columna sabía, no sabemos por quién, ó tal vez era sólo una presunción, que don Santiago había ocultado su dinero y que Matías conocía el secreto; fuese á él y le dijo:

—Dime, negro, ¿dónde está oculto el dinero de tu amo?

—No sé,—replicó Matías,—que el amo ocultase dinero alguno; creo que lo llevó consigo.

—Mientes, tú lo sabes y vas á decirmelo ó te mando dar de palos hasta que hables mueras.

—¡Será un crimen inútil, porque ignoro donde está, y si lo supiese, tampoco lo diría—contestó el negro, con una firmeza que exasperó al cabecilla, quien no esperó más para ejecutar su designio.

—¡Muchachos,—dijo á su gente,— atadle á un poste y dadle de palos hasta que hable ó muera—Y aquellos miserables se apoderaron de Matías, le ataron fuertemente á un árbol y empezaron su cruel tarea. Ni una queja se

haló de los labios de aquel infeliz; sufría aquellos terribles golpes con la resignación de un mártir; su silencio irritaba más á los verdugos que redoblaban su furia, y le hubieran asesinado si uno de los negros de la dotación de la hacienda no hubiese avisado á la señora Goicoechea, que en el momento en que supo el bárbaro tratamiento de que era objeto su fiel esclavo, corrió al sitio del martirio y con los ojos preñados de lágrimas ordenó á Matías que dijese el sitio en que estaba oculto el dinero. Matías callaba, repitió la señora la orden, y una terrible carcajada del esclavo fue la única contestación que obtuvo. Aquella carcajada heló de espanto á todos cuantos la oyeron, los amigos de terror, los enemigos de rabia, porque vieron defraudadas sus esperanzas de hallar el tesoro, unos, y otros, comprendieron la verdad.

¡Matías había perdido la razón!

IV

Bien ajeno estaba don Santiago de lo que había sucedido en su casa, y aunque su esposa le puso al corriente de todo en una carta que le dirigió, ésta no llegó á su destino, y doña Candelaria, que así se llamaba la esposa de don Santiago, trató de enviar á Matías á una casa de dementes, cosa á la que siempre se opuso éste, y cuando de ello se hablaba, era la única vez que se enfurecía y hacía imposible el acercarse á él. Cinco años pasaron sin que don Santiago supiese la desgracia de su esclavo, cuando una grave enfermedad le sorprendió; súpolo la familia é inmediatamente dispuso doña Candelaria su viaje á Puerto-Rico para asistir á su esposo. Reunió el dinero que pudo, que bien poco era, por cierto, y con sus tres hijos preparó el viaje para el día siguiente. Todo estaba ya pronto, los caballos ensillados, los peones teniéndolos del diestro; doña Candelaria se despedía cariñosamente de sus esclavos, con la esperanza de volverlos á ver pronto; sólo faltaba allí Matías. Le buscaron inútilmente por toda la casa y sus dependencias: inútil todo, no le hallaron. Por fin, doña Candelaria decidió pasar por el dolor de partir sin estrechar la mano de su fiel esclavo, y apenas había salido la comitiva del camino de palmeras que conducía á la hacienda desde el camino real, vieron aparecer á Matías, montado á caballo y con otro del diestro.

—¿Adonde vas, Matías?—dijo doña Candelaria.

—A despedir á su merced, — contestó el negro.

—Quédate, Matías, yo te dispenso de esa molestia.

—Imposible, señora; hasta que deje á su merced y al tesoro del amo en salvo, no puedo vivir tranquilo. Ahora sólo me resta pedir á su merced perdón por haberla desobedecido cuando me ordenó dijese dónde estaba el dinero; el amo me mandó que no lo dijese y no lo hubiera dicho aunque me hubiesen matado.

—¿Luego tu demencia?…

—Era fingida, señora. Perdón, también, por este engaño.

—No, Matías, tú debes perdonarme á mí por no haberte hecho la justicia que merecías. Eres libre desde este momento y pídeme lo que quieras.

—Lo único que deseo es ver á mi amo y continuar siendo su esclavo.

—No, Matías, serás su amigo.

Matías acompañó á doña Candelaria en su viaje y Dios le concedió ver á su amo,que pudo recompensar su acción dejándole al morir una parte de su capital, igual á la que dejó á cada uno de sus hijos.

Matías murió al cabo de muchos años, rodeado de los hijos de sus antiguos amos, que vieron en él, siempre, al salvador de su fortuna.

JOSÉ ARIMÓN Y CRUZ.

(1)-En la América del Sur se llama isleños á los naturales de Canarias.

Publicado originalmente en la Ilustración Ibérica el 22 y el 29 de noviembre de 1884.

EL SOL DE LOS ANDES

EL SOL DE LOS ANDES

CUENTO CHILENO

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El astro del día, con toda la intensidad de su fuego y la claridad de su luz vivísima, no era tan abrasador, ni brillaba tanto como el mirar de una mujer guaraní (1) de pura raza cobriza india, con el cabelIo negro como el ébano, suave como la piel del guanaco (2), largo, muy largo y muy abundante.

Moraba en los Andes allá por el año de 1520, y en la lengua de los pronancaes (3) la llamaban el Sol de los Andes, y á fe que se merecía el dictado, con la única diferencia de que los ardientes rayos del luminar

que van á apagarse en las nieves de la famosa cordillera al tocar en sus picos más elevados, se encendían más y más al herir el rostro y confundirse con los de los ojos del volcán que asomaba por ellos.

No se había visto nada que se le pareciese siquiera.

Ejemplar único en su clase, tipo admirable de su raza, fantasía viva de todo un mundo americano; embelesaba, arrebataba, atraía. Era un sueño con el vigor de la realidad, un encanto maravilloso por la virtud de cuya magia tenía cualquier creyente que inspirarse en toda su fe para no rendir culto á la idolatría; que si los ídolos todos del paganismo hubieran tenido la cara aquella y aquel cuerpo, hubiera sido extraordinario el número de prosélitos.

Cuando la tenaz resistencia de los chilenos á la invasión peruana, el Sol de los Andes, abandonando con los de su tribu las montañas heladas que le dieron su nombre, llegó hasta las márgenes del Biobio, adonde también se batieron ella y los suyos, no sin que á pesar de su empuje heroico quedaran dominados, siquiera fuese por poco tiempo, y gracias á los disturbios que causara la muerte en el Peni de Huaina Capac (4), sucesor en aquella conquista de su padre Tupac Yupanqui.

En tiempos de éste había quedado ya dominado por el Perú todo el territorio de Chile desde el valle que le dio nombre hasta el Cuzco, adonde regresó satisfecho de sus empresas aquel célebre emperador inca, el más grande de todos los de aquella dinastía de valientes de que tanto se han ocupado los poetas é historiadores.

Tupac Yupanqui dejó fuerzas suyas en todos los puntos que había conquistado.

La encarnizada guerra civil que estalló en el Perú á la muerte de Huaina Capac entre sus propios hijos Huáscar y Atahualpa, hizo necesaria allí la concentración de las tropas, quedando por este motivo muy pocas en Chile.

Los chilenos creyeron que había llegado para ellos el ansiado momento de reconquistar su terreno, muy ajenos por cierto que unos hombres llegados de otro mundo tan desconocido para ellos, como hasta entonces ellos lo habían sido para su gran continente, habían de someterlos de nuevo a la misma condición á que los redujo Huaina Capac.

Del yugo de los hijos de éste consiguieron, eso sí, librarse, aprovechando las referidas luchas intestinas que diezmaban á los peruanos, en una memorable batalla que ha hecho época en la historia de los pueblos primitivos americanos. La batalla librada á orillas del Maule es de las epopeyas más grandes que se conocen.

Por ambas partes se batieron de un modo admirable, y ambos ejércitos combatieron con tenacidad heroicamente extraordinaria. Resistiéndose con escasas tropas los peruanos al abrigo de los fuertes que habían levantado; atacando á la descubierta los chilenos, retrocediendo un momento para rehacerse mil veces y atacando otras mil, hasta desalojar de sus posiciones al enemigo, duró la lucha tres días.

El Sol de los Andes brilló también en aquella memorable jornada.

Los rayos que fulminaban sus ojos eran las teas del combate que llevaban al asalto de las posiciones peruanas á los chilenos; sus gritos salvajes enardecían la sangre de aquellos bravos.

De aquellos bravos, que lo eran tanto como los defensores de los fuertes, los esforzados peruanos, los campeones del poderoso Imperio de los Incas.

*

* *

Habían pasado algunos años. Los españoles empezaban la conquista de Chile con lento impulso, gracias á las rivalidades de nuestros jefes, que en aquel país, como en todos, en la época del descubrimiento de América fueron tan grandes.

Entre los oficiales que acompañaron á Pizarro, iba uno que se unió luego á Almagro.

Pertenecía á una distinguida familia de Extremadura.

Se había batido siempre como un valiente. A diferencia de sus compañeros, á quienes llevaba una sed ardiente de oro, ante la cual todo parecíales pequeño y por la que llegaban á todo, era aquel apuesto guerrero hombre sin otras ambiciones que la de la gloria de España y la que pudiera cifrar en el cariño de dos mujeres á quienes adoraba en la tierra, como á unos ángeles del cielo: á su madre y á la que iba á ser para siempre la compañera amante de su vida.

Ante ellas quería presentarse con el lauro de la victoria: quería probar, siendo buen patriota, que se había hecho digno de aquel cariño tan grande que le tenían su madre y la que iba á llevar su apellido, honrado ya por su padre y glorificado con la sangre vertida en el combate en que perdiera la existencia dos años después de habérsela dado á él.

Éste era Alfredo de Valdivia, pariente quizás del que fundó luego la que es hoy capital de la floreciente Chile.

En un momento en que se alejó de los suyos, fué sorprendido por un numeroso grupo de indios el bravo oficial Valdivia, quien se dispuso á vender cara su vida, defendiéndose, aunque inútilmente, de aquella avalancha humana, que con la fuerza de arrastre de los témpanos colosales de las montañas de los Andes, se le venía encima, le cerraba el paso y le intimidaba á que se rindiera. Aquel valiente guerrero español, no escuchando otras voces que las de su deber y su España, entabló una lucha titánica contra los chilenos hasta caer en tierra maltrecho, y lo hubieran allí rematado si una mujer, imponiéndose á todos y surgiendo de entre aquella tropa salvaje, no lo hubiese impedido, arrojando al suelo de un brusco é inesperado empujón á los que iban á descargar ya sobre él golpes tremendos que acabaran de cortar el hilo de su existencia.

¡A los vencidos no se les hiere, cobardes!, gritó aquella india, que no era otra que el Sol de los Andes.

¿No le habéis visto resistirse como un valiente él solo contra todos vosotros? ¿Cómo queréis ser grandes si no admiráis las grandezas, ni las consideráis, ni las respetáis?

Es uno de esos extranjeros que vienen aquí á metérsenos dentro, á querer ser los amos, y aquí no hay más amos que nuestros jefes y… tu, que eres más que ellos para nosotros, repuso uno.

Pues á callar y á obedecerme, añadió aquella mujer superior, en quien se notó, aunque quiso reprimirse en el acto, que al fijarse en Valdivia se había impresionado vivamente.

Gracias, hermosa india, dijo el oficial español, tratando, con trabajo, de erguirse.

A cuidar de ese hombre. Levantadlo del suelo, conducidlo hasta mi tienda; tened en cuenta que esa es mi voluntad, murmuró con imperio la india.

Aquellos salvajes tan fieros, dominados por el Sol de los Andes, pusieron por obra con toda exactitud su mandato y transportaron al herido con el mayor esmero al sitio que acababa ella de indicarles.

Al poco rato, cuando Valdivia se hubo repuesto del desvanecimiento que la pérdida de sangre que brotaba de sus heridas le había producido, su débil mirada se encontró con la ardiente de aquella mujer de fuego que le había salvado la vida, y quien le dirigió con el más tierno acento estas consoladoras palabras:

Extranjero, no tengas cuidado; estás á mi lado, guardaré tu persona, curaré tus heridas, que la práctica de curar á los míos me ha hecho diestra en esto.

Nada temas, gallardo joven, que el Sol de los Andes te da su calor y su sombra.

¿De los Andes?…

Así me llaman aquí; yo soy para ellos el Sol de los Andes.

Diríase que el dios de esta tierra.

Casi como á tal me veneran, es cierto.

Y con razón, según veo.

¡Ojalá lo creyeses tú así verdaderamente!

Te lo juro; y para mí, cuando menos, si no mi Dios, has sido como un ángel de los que tiene en el cielo.

¿Y qué es un ángel?

Algo así como tú. Luz hermosa y brillante; belleza y bien; consuelo y custodia; ráfagas de esa techumbre celeste que parece tocar en los Andes; algo que vuela por encima de nuestras desdichas, infinitamente más alto que el cóndor en la cordillera. ¿Lo comprendes ahora?

Siento con un placer inexplicable esas palabras aquí dentro, muy dentro, repuso apretándose el corazón fuertemente con ambas manos. Por lo que quieras más en el mundo, añadió, por ese Dios que tú amas tanto y que tiene esos ángeles que tú dices, te pido de rodillas que no me engañes.

Y acompañando á la palabra la acción, iba á colocarse de hinojos ante Valdivia, quien haciendo un esfuerzo le impidió que se prosternase como iba á hacerlo.

Un caballero español no miente jamás, le contestó con dignidad y resolución el guerrero.

¡Ah, gracias, bien mío! Luego entonces…

En aquel instante Valdivia, cuando se disponía á contestarle, se quedó nuevamente desvanecido.

«Lo primero es curarle, dijo para sí ella, me estaba olvidando de esto y pudiera perderlo, si me descuido. ¡Perderlo!.. Ni pensar quiero en semejante cosa. Equivaldría á que yo no existiese, y yo quiero vivir para él, para hacerlo feliz y ver si me ama… Sí me ama tanto como yo á él»

Y corrió en busca de los medicamentos de la madre Naturaleza, que era la única farmacia y toda la ciencia médica que allí se conocía.

Y dieron muy buenos resultados así el plan curativo como las medicinas propinadas por aquel ángel de Arauco.

El herido fué mejorando visiblemente, y ella continuó en su propósito de darle sólo á conocer con los ojos los sentimientos, que no pudiendo hallarse ocultos por tanto tiempo en su corazón, pugnaban por asomársele á aquellos labios, rojos como el color de la vergüenza, encendidos como el carmín del amor verdadero.

Un día en que ya se encontraba repuesto aquel prisionero de guerra á quien la india quería hacer igualmente el prisionero de su vehemente corazón, dijo Valdivia:

-¡Cuántas gracias tengo que darle á Dios por haberme deparado en mi soledad compañía tan grata, en mi sufrimiento alivio tan grande y curación tan rápida y eficaz para mis heridas!

-Mucho quieres á ese Dios, extranjero: ¡quién fuera él!, añadió aquella mujer sublime con arranque apasionadísimo.

¡Pues no es nada lo que tú quieres ser!.

¿Tanto es Dios?

Dios es todo: sabiduría, bondad, grandeza, inmensidad, mansedumbre, caridad, paz, amor infinito.

Pues si quiere infinitamente, le adoro yo desde este momento, le declaro mi Dios, porque un Dios que ama tanto es el único Dios verdadero.

Su amor es divino, elevado, abnegado. Ama espiritualmente á las almas buenas que lo comprenden y cumplen sus leyes, replicó Valdivia á la india cortándole la palabra rápidamente.

¡Grande y desinteresado y puro es mi amor, porque yo á ti te quiero con toda el alma, dijo con delirante acento el Sol de los Andes.

También te quiero yo á ti, como á la buenhechora Providencia, á la que tanto y tan señalados servicios debo.

Yo soy únicamente una mujer que te ama y que desea ir contigo adonde se rinde culto a ese Dios tan hermoso que tiene admiradores como tú.

Imposible.

¿Por qué?.

Porque yo quiero á otra mujer y he jurado hacerla mi esposa…

¡Muere entonces, traidor!, dijo abalanzándose sobre él con su arma la pobre india.

Mas al instante tiró al suelo la flecha que quería hundir en el pecho del español, asiéndose fuertemente á su cuello y cayendo en sus brazos, al mismo tiempo que dos gruesas lágrimas, como perlas riquísimas humedecían y abrillantaban su rostro cobrizo.

Después de una brusquísima transición, dijo el Sol de los Andes:

La noche ha cerrado y es muy obscura. Mi gente se halla lejos de aquí, y están muy cerca de los tuyos. Móntate en mi caballo que es el más veloz que el viento. Te acompañará un fiel amigo, que me debe la vida, en otro muy corredor también. El sabe el camino. Vete: es el único favor que te pido me mataría tu aliento sabiendo yo que no era mío.

Escucha.

Vete

Y diciendo esto, salió corriendo de la tienda y dijo á un indio que á la puerta so hallaba:

Lleva á este hombre hasta el sendero que conduce adonde se hallan acampados los extranjeros y regresa tú aquí inmediatamente.

Y entrando con él en la tienda, le dijo, á Valdivia con tono imperioso.

¡Ni una palabra más, ni un instante más en estos lugares! ¡Marcha lejos de ellos, como tu corazón está lejos del mío!

¡Por Dios!.., replicó el oficial de Almagro.

Por ese que ya es el mío, para dirigirme á lo único qjue puedo ya tener de común contigo, te suplico que no demores tu marcha.

Valdivia lanzó una mirada sobre la india, llena de expresión y de sentimiento, y sin poder articular una sola palabra, embargado por una extraordinaria emoción, presa de una lucha terrible, separóse de aquella mujer que le envió su alma entera en una mirada.

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El Sol de los Andes, acompañada de aquella especie de perro de presa que no la abandonaba jamás, dispuesto á dejarse matar cien veces por ella, vagó por los más escondidos lugares de Chile, huyendo de los suyos, á quienes había arrebatado su presa; y no pudiendo resistir á un impulso superior á su voluntad de hierro, decidió pasar al campo enemigo, volver al lado de aquel hombre á quien se había propuesto no volver á ver más en su vida, é irresistiblemente atraída por aquel deseo, se dirigió al sitio adonde se hallaban los españoles. Su gentileza, su pasión, su apostura inspiraron á todos simpatía y un respeto al que pareciera que no hubiera de hallarse demasiado acostumbrados, por cierto, soldados conquistadores, aventureros y por consiguiente despreocupados. Le dijeron que Alfredo Valdivia había ido á embarcarse en un buque que regresaba á España en aquellos días, y El Sol de los Andes salió sin pérdida de tiempo hacia el punto adonde había de hacerse á la mar el citado guerrero, llamado por su rey para premiar sus hazañas y apadrinarle en su concertada boda. Todo eso lo supo la india, quien llegó en los momentos en que el buque se iba perdiendo en el horizonte á medida que se alejaba rápidamente, favorecido por mar y viento de popa. Describir el hondo pesar de aquella mujer al presentársele aquella nave adonde se le iba todo cariño, toda esperanza, toda d’cha, toda creencia, sería Ímpoble, si había de ser el relato fiel.

Presa de un vértigo, atraída por el abismo, llevada insensiblemente por una loca atracción, pensando siempre en que algún sitio, á través de cualquier elemento, pasando por cualquier tránsito de una existencia á otra, con la idea fija en aquel lugar de venturas adonde le dijo él que se bailaban los que tanto de ella tenían, invocando por la primera vez en su vida al Dios de Valdivia, fiando en aquella misericordia suya infinita y en aquel amor infinito también y grande, cuya majestad parecían recordarle las olas gigantescas que venían á estrellarse en aquella orilla, se lanzó al agua, que con el último suspiro de tanta vida como brotaba por los ojos de tan interesante chilena, apagó el fuego de una mirada que se extinguió, clavada siempre en un punto negro que apenas se dibujaba ya en la lontananza. El Sol de los Andes se puso aquel día para siempre, hiriendo con sus bellísimos resplandores el mar del Pacífico.

P. SAÑUDO AUTRÁN

Publicado originalmente en: La Ilustración Artística el 12 de abril de 1897.

(1)-Raza india de la América del Sur,

(2)-Llama sudamericano.

(3)-Así denominaron los españoles á los chilenos.

(4)-El soberano del Perú.

LA CANDOMBERA (Recuerdos de Montevideo)

LA CANDOMBERA

(Recuerdos de Montevideo)

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«Cuando andaba parecía que en la tierra no tocaba,» dijo un poeta describiendo con gentileza á una mujer, y esto podía decirse de Raquelita Guerra, la muchacha más salada y hechicera de cuantas en Montevideo lucían su indolencia por el paseo de Molino, muellemente reclinadas en soberbio landó, y su garbo callejero rebosando coquetísima distinción en la calle del Dieciocho de Julio ó á la salida de la novena de ánimas.

Era Raquelita una oriental hecha y derecha, sin mezcolanzas gringas, ni trocatintas de sangre de horchata, cabellos desteñidos y ojos blancos de puro azulados. Americano-andaluza pura, purita, con candelillas encendidas en los ojos, lava en las venas, ascuas en el cerebro y un intrincado laberinto de hilillos eléctricos en los nervios, semejaba una serpiente hermosa, fascinadora, de escamas relucientes y tornasoladas, pero traidora, con las abiertas fauces dispuestas á tragar al primer incauto pajarillo que por su mal tuviese la desgracia de acercársele.

Teníasela por muy dada á la política: ninguna como ella para ridiculizar á los contrarios ni para cortar trajes á las muchachas del otro bando. Era hija de un coronel muy significado en la fracción más avanzada de la democracia, en la colorada neta, que por mote había recibido de los blancos ó conservadores el de partido del candombe por lo mucho que bullía y rebullía sin hacer nada.

El candombe es un baile de negros, soso, requebrado y calmoso, que debe tener su origen en el África. Reúnense los negros en un salón: un músico, dicho sea con perdón del arte, cajea en un bombo descomunal dando acompasadamente con las palmas de las manos en aquella especie de cajón, mesa ó tambor de montenegrino, domador de osos callejeros.

Un caballero retinto se levanta ceremoniosamente á buscar á una señorita del color de las moras maduras, que suele estar púdicamente vestida de blanco y tan correctamente sentada como cualquier colegiala recién presentada en el gran mundo; hace el caballero una ceremoniosa cortesía invitando á bailar á la elegida, y ella se pone de pie; vuelve la cabeza echando una mirada á la cola para ver si está larga y estiradita, y se cuelga del brazo que su pareja le presenta. Cuádranse ambos en medio del salón uno enfrente del otro, y como la estancia suele estar muy despejada porque no se permiten otros asientos que los humildes bancos que la rodean, quedan las dos figuras tiesas, erguidas y muy visibles para los espectadores.

Dan él y ella unos pasos adelante puestos en jarras y contoneándose con movimientos de negro cimarrón; cuando se han acercado hasta la distancia de un metro poco más ó menos, hacen con la mano derecha (la izquierda continúa en la cadera) un signo como si dijeran; «Calla, que ya me las pagarás,» y girando con media vuelta hacia la izquierda, vuelven á su sitio con la misma parsimonia para repetir tres ó cuatro veces la propia tontería y retirarse después, dejando el sitio á otra pareja. Este es el cuento de no acabar nunca, y así se suelen estar los negros orientales, mejor dicho africanos, horas y horas moliendo y remoliendo, entretanto el cajeador sigue impertérrito su bombeo con intervalos muy cortos de descanso.

Esta danza ni tiene accidentes ni me parece á mí que puede despertar entusiasmos, por más que algunas negritas sacan bastante partido de la sosera del baile moviendo las caderas con desmadejamientos rítmicos y dejadeces lánguidas.

Así se bailaba el candombe allá por los años de 1874, y creo que seguirá bailándose mientras haya negritos apegados á sus tradiciones.

Algún periodista endiablado hizo una frase á costa de los demócratas rojos, y vean ustedes por dónde quedaron señalados con el mote de candomberos los que nosotros llamaríamos demagogos por cobijar bajo su banderín de partido á toda la gauchada de armas tomar que sabía escupir por el colmillo.

A esta comunión política pertenecía Raquelita por parte de su padre: era colorada, sí, señor, colorada y candombera, ya que con este nombre la designaban las blancas con quienes se trataba, porque las ideas de su papá no estaban reñidas con las ínfulas aristocráticas de su mamá, ni menos con el derecho que por el rango de familia tenía á pisar los más elegantes salones de la perla del Plata.

Pero Raquel era muy exaltada, exaltadísima: si los naturales miramientos de la joven distinguida no hubieran contenido sus ímpetus políticos, más de una vez la hubiésemos visto arengando á las masas en plazas y calles, excitando á la rebelión al populacho.

Transigía en sociedad con los otros colores políticos y transigía á duras penas; pero fuera de un salón de baile eran enemigos suyos, así los principistas (colorados templados), como los blancos más ó menos netos.

Contábase que debía su mote á un drama ideado por ella cuyo final hubo de ser trágico para un joven del partido contrario. Se enamoró de ella: era guapo, rico, elegante y sensible, y amó á Raquel Guerra con toda la intensidad que puede amar un hombre honrado á la mujer que le seduce prometiéndole correspondencia. Raquel no le quería sin embargo: había jurado vengarse de él porque su acerada pluma se había ensañado más de una vez contra los colorados. Tenía treinta y dos años; estaba en la plenitud de su vida y en la plenitud de su amor. Raquel lo sedujo, lo marcó, lo volvió loco; y cuando comprendiendo que su amante había llegado al delirio creyó oportuno el momento de la venganza, buscó un pretexto para romper los lazos que había prometido serían eternos.

Ni las lágrimas ni las súplicas ni las amenazas de un suicidio hicieron mella en el alma de Raquel, y al día siguiente de perder el desgraciado amante la última esperanza, puso fin éste á su existencia, encargando tan ingrata tarea á una cápsula de un revólver.

«Muero por el amor de una candombera,» decía el blanco en una carta que dejó escrita, y todo el mundo señaló á Raquel como autora de semejante crimen.

candombe

Candombe

Era tan seductora la candombera, que á nadie sirvió de escarmiento lo ocurrido: los hombres se mueren siempre por la mujer que ha sido causa de un suicidio, si esa mujer es joven, hermosa, elegante y traviesa.

Aquel cuerpecillo breve que apenas se alzaba del suelo, aquellas facciones menudas y correctísimas animadas por una luz satánica, deslumbrante y enloquecedora, podían conducir al infierno de las pasiones, pero no al paraíso de los amores.

Transcurría el mes de noviembre, mes que á los difuntos dedican piadosamente las orientales. La novena de ánimas en la iglesia Matriz veíase concurridísima todas las tardes: ninguna señorita dejaba de asistir: ningún hombre dejaba su puesto en tal ó cual rinconcito, desde donde podía observar á la hermosa de sus pensamientos.

¡Y cuidado que hay hermosas en Montevideo! La mujer oriental es flexible como el junco, elegante como pocas, suave y sonriente como los ángeles de Murillo. Su andar tiene algo de la bayadera y mucho de la sultana encerrada en moriscos jardines: hay en su cabeza orgullo innato, en su busto majestad y en su todo el abandono de las palmeras cimbreadas por el viento.

Suelen ser las montevideanas altas y de formas correctamente modeladas; pero la candombera, aunque hecha á torno, como suele decirse, era lo que llamamos nosotros una pimienta: chiquitita, picante y más bien redonda que angulosa.

Como todas las niñas aristocráticas, asistía diariamente á la novena de ánimas, y cuando Raquel penetraba en el templo se conocía por el murmullo y los cuchicheos que de todos lados partían sin respetos á la santidad de la casa.

Arrodillábase con estrépito, arreglaba el traje, estiraba los guantes, miraba á todas partes, saludaba graciosamente á unos con la cabeza y á otros con la mano, y acababa por santiguarse precipitadamente recordando no haber cumplido con la primera obligación.

Cuando quería dar mucho que hablar, apoyaba los codos en el reclinatorio y el rostro en las manos, ensimismándose ó haciendo que se ensimismaba orando, sin mirar á parte alguna, irguiendo de vez en cuando la cabeza para levantar los ojos al cielo y cerrarlos en seguida llena de unción evangélica.

Entonces las mujeres preguntábanse: «¿Qué tendrá? » Y los hombres se decían: «¡Si pensará en mí!»

Una de esas tardes la vio Andrés da Costa, un brasileño buen mozo y muy rico, que había hecho los cuatro días de navegación desde Río Janeiro á Montevideo sólo por conocer á las mujeres orientales, de las cuales había oído maravillas.

Le señalaron á Raquel, le hablaron de ella, se la presentaron como el ejemplar más perfecto de la coquetería, y no hizo en su alma impresión alguna: encontró una muñequita muy linda con la expresión seráfica que le daba su falso misticismo, y dijo que debía haber sido tonto de remate el que por semejante virgencita se hubiese pegado un tiro.

Le provocaron á tratarla sin volverse loco por ella, y Andrés aceptó el reto; convinieron, pues, sus amigos en presentarle aquella noche en casa de Guerra.

A la salida de la novena formábanse las dos filas apiñadas que en todos los países y en todos los templos forman los hombres más descreídos para ver salir á las devotas, Andrés era de los primeros y escudriñaba todos los rostros y reparaba en todos los andares sin recordar á la santita candombera.

Sintió de pronto un codazo y volvió la vista; un amigo le avisaba de la presencia de Raquel; y cuando creyó encontrarse con aquella carita dulce y tímida que antes había visto, oyó una carcajada sonora, armoniosa y plateada que le hizo estremecer como si aquella voz argentina hubiera sonado dentro de sí propio.

Vio entonces de lleno el rostro de Raquel y clavó en ella sus ojos negros y penetrantes. La candombera le miró con curiosidad: aquel mozo elegante y casi pudiéramos decir hermoso era desconocido para ella. Saludó á los que con él estaban y siguió hablando fuerte y riendo locamente con sus amigas.

Aquella noche pisó Andrés da Costa el primer salón oriental, pues hacía sólo cuatro días que llegara y fué presentado en casa del coronel Guerra.

Hallábase Raquel en su elemento: un hombre interesante, rico y por ende vizconde da Costa… era cosa de emplear todas las seducciones de su vastísimo repertorio.

Estaba monísima; vestía traje color de rosa, adornado con una guirnalda de yedra, que la envolvía de pies á cabeza: era una fraganciosa trepadora, encaramándose para juguetear con los negros cabellos de la diosa.

Recibió al vizconde da Costa medio tendida en un sofá; Raquel tenía graciosísimas posturas de gata chiquita que ninguna de sus amigas se permitía imitar.

Andrés da Costa salió enamoradísimo de casa de Guerra: la candombera le había hechizado; no era un demonio ni un ángel ni una mujer, era una tentación, pero una tentación irresistible que se apoderaba del alma, de los sentidos, del cerebro, de la existencia toda.

Raquel tenía veintidós años, aunque sólo representaba diez y seis; pensaba y sentía pues, como una mujer, y creyó llegada la oportunidad de elegir marido.

Cuando se hubo quedado sola dijo:

Bueno: si éste se empeña, me casaré con él; es buen partido y no me disgusta.

Dicho se está que Andrés da Costa hizo su proposición en regla, y después de los trámites de familia que son de rigor en tales casos, acordóse celebrar el matrimonio en los primeros días del mes de febrero.

No dejaba de disgustar al vizconde que su futura esposa fuese tan exaltada en cuestiones políticas; pero pensaba que eso acabaría cuando se trasladasen al Brasil, en donde por aquel entonces no pensaba nadie en derrocar al caballero emperador D. Pedro II.

Alguien quiso disuadir de aquel matrimonio al joven brasileño: ¡inútil empeño! Su fortuna, su amor y su vida eran de Raquel: aquella criatura, ángel ó demonio habíase apoderado de su albedrío y de su corazón; lo mismo podía impulsarle al suicidio, como al otro, que remontarlo al cielo en alas de una caricia.

Andrés no podía dudar que Raquel le amaba: aceptaba su mano, elegíalo entre cien pretendientes tan ricos como él, luego era producto del cariño la elección. Cuando con envidia y celos veía que Raquel prescindía de sus palabras para engolfarse en discusiones políticas y en arranques impropios de su sexo y menos de su edad, hubiera querido que los días volasen para sacarla de aquella atmósfera que la tornaba irascible á veces, y á veces inhumana.

Las pasiones políticas comenzaron á enconarse en el Uruguay los primeros días del ano 1885. El partido colorado principista, vale decir liberal de guantes y frac, ocupaba el poder, presidido por un hombre honrado y de temperamento conciliador; pero aquel presidente (Ellauri) no podía oponer dique á la ola imponente del candombe, que amenazaba arrastrar la situación con ímpetus demagógicos, y pactó tácitamente con los blancos ó conservadores para hacer frente al enemigo común en unas elecciones municipales si mal no recuerdo.

El día señalado para la elección hubo de suspenderse por un disgusto que llegó á vías de hecho en el colegio electoral (que lo era el atrio de la iglesia Matriz) entre un periodista de la high-life del partido blanco y un coronel de los colorados netos.

Al domingo siguiente, día 10 de enero, fecha funesta para Montevideo, que vio correr mezclada la sangre generosa y ardiente de sus exaltados hijos, debía verificarse la elección suspendida. El comandante de un buque de guerra extranjero anclado en el puerto había hecho circular invitaciones para dar un lunch con que obsequiar á la brillante sociedad oriental en recompensa de los muchos agasajos que de ella había recibido.

Si unos daban importancia á las elecciones, otros creían que no pasaría la cosa de lo ocurrido el anterior domingo, por lo cual ni se suspendió á bordo la fiesta ni dejaron de asistir las invitadas.

Contábase entre ellas Raquel Guerra, que acompañada de sus padres y de su futuro esposo hizo su entrada triunfal á bordo, recibiendo una salva de aplausos por la gentileza con que había subido la escala á pesar del vaivén y del oleaje demasiado vivo que hacía balancearse á la empavesada nave.

Algunas señoras se marearon pronto, y ya se disponían á dejar el buque antes que arreciase el temporal, cuando alguien advirtió que sonaban tiros.

El padre de Raquel, á fuer de militar y de valiente, quiso bajar á tierra: sus amigos estarían batiéndose, y no encontraba decoroso continuar alejado del punto de peligro cuando con las armas se ventilaba la causa de su partido; pero también creyó oportuno que su esposa y su hija continuasen á bordo mientras la sangrienta cuestión no quedase resuelta.

La señora de Guerra quiso retener á su esposo; pero Raquel animaba á su padre diciéndole:

No te detengas; acaso tu presencia decida la victoria.

El comandante dio las órdenes para que la falúa condujese al coronel Guerra, y le acompañaron todos hasta la borda de donde pendía la escala. Se despidió precipitadamente, besó á su esposa y á su hija, y cuando se disponía á dar un abrazo al que muy pronto había de ser su hijo político, se adelantó Raquel interponiéndose entre ambos con orgullosa energía.

¡Cómo, Andrés! ¿No acompaña usted á mi padre?, dijo clavando en su prometido una mirada fiera.

La pregunta cogió desprevenido al conde da Costa, que titubeó un poco antes de contestar.

Como se trata de cuestiones políticas… y yo soy extranjero…

¡Está bien!, replicó despreciativamente Raquel.

Debía usted haber buscado esposa en su país: las orientales no podemos amar á ningün cobarde.

Andrés da Costa rugió como un león hostigado cruelmente dentro de su jaula; y exponiéndose á caer al agua, se lanzó por la escala en seguimiento del coronel, que acababa de saltar en la falúa.

Los presentes quedaron atónitos; la sangre fría de la candombera les aterraba mucho más cuando después de haber desatracado la falúa se volvió con aire de triunfo diciendo:

Mi macaco (mono) es un valiente.

En Montevideo llaman macacos á los brasileños, como llaman á los italianos bachichas y á los españoles gallegos.

Me parece que la cosa no es para que pongamos la cara y feroce, dijo Raquel. Debemos continuar tan alegres y contentos: ¿verdad, comandante?

El comandante, que era europeo, joven todavía y hermoso como un Apolo, sonrió á Raquel y le ofreció el brazo.

Ciertamente, dijo, aquí nadie más que usted tiene motivos para retraerse del bullicio. Si no lo hace debemos agradecerle infinito esa prueba de bondadosa condescendencia.

Continuó, pues, la fiesta más íntimamente. Algunas señoras, temiendo al pampero (viento de las Pampas) que amenazaba con arreciar más tarde impidiendo el desembarco, no quisieron prolongar por más tiempo la estancia á bordo.

Raquel y su madre debían aguardar un aviso ó la vuelta del coronel.

La mar seguía alborotándose cada vez más y el buque pasaba de los movimientos pausados á los cabeceos que marean irremisiblemente á las personas poco avezadas á semejantes bailes.

La señora de Guerra se retiró al camarote del comandante, en cuya litera se recostó, y Raquel, que no quiso abandonar la cámara, se tendió en un diván apoyando su linda cabecita en dos almohadones galantemente colocados por el jefe del barco.

La candombera se revolvía inquieta, quejándose del malestar que sentía; pero á decir verdad un poco más mareado pudiera creerse al arrogante marino, que embobado la contemplaba, bella y picaresca, con sus cabellos destrenzados, sus posturas languidas y sus miradas entre dulces y maliciosas.

El pobre comandante sí que estaba mareado.

Era ya de noche cuando después de grandes apuros logró la falúa de la capitanía del puerto atracar al costado del buque extranjero: en la falúa iba el coronel Guerra radiante de gozo.

Cuando penetró en la cámara se levanto Raquel de un salto, y abalanzándose al cuello de su padre le dijo:

¿Hemos vencido, verdad?

Sí; el gobierno ha caído, el poder es nuestro.

¿Ha muerto mucha gente?, preguntó una señora extranjera con ansias y con dolencia.

Desgraciadamente, contestó el coronel, se ha derramado sangre generosa de algunos jóvenes de nuestra dorada sociedad. También ha muerto…

El señor Guerra se detuvo y miró á su hija.

Raquel leyó en aquella mirada.

¿Andrés?, preguntó.

Sí, el pobre Andrés.

¿Batiéndose?

No.

La candombera hizo un gesto de disgusto.

-Cuando llegábamos á la plaza Matriz una bala que sin duda venía dirigida á mi cabeza hizo pedazos la suya.

Los circunstantes se miraron asombrados de la tranquilidad con que Raquel escuchaba a su padre.

¡Pobre macaco!, dijo por fin. Me quedo compuesta y sin novio… Pero hemos triunfado. ¡Viva el candombe! Adiós, comandante: supongo que ira usted á vernos, le esperamos mañana a tomar el te. Tiene usted que felicitarme: ha triunfado mi mote, el mote que me han regalado los blancos

Y subió precipitadamente sobre cubierta, recogiéndose el cabello y poniéndose el sombrero sin detenerse ni mirarse al espejo.

Cuando el comandante del buque extranjero se hubo quedado solo, apoyó los codos en la borda y la cara en las manos.

Pensaba tal vez en las seducciones de aquella muñeca traviesa que por algunas horas le había trastornado el juicio, pero formaba también la firme resolución de no acudir á la invitación de la señorita Guerra.

Felizmente, ni en Montevideo ni en parte alguna se cuentan muchas candomberas,

EVA CANEL

Publicado originalmente en: La Ilustración artística el 5 de octubre de 1891.

La perla de Río Janeiro

La ilustración Artística. 7 de marzo de 1898.

pedroIILa perla de Río Janeiro

Narración brasileña.

La bahía de Río Janeiro es la segunda del mundo.

El efecto que produce es maravilloso, y sobre todo si se la ve por primera vez en una hermosa noche de San Juan, á bordo, á la luz de la luna y á los múltiples resplandores de millares de fuegos de artificio quemados con profusión y lanzados algunos al aire hacia los cuatro vientos de la ciudad.

La impresión que á mí me produjo no se me borrará mientras viva.

Llegué á bordo de un transatlántico francés en la citada noche: por lo avanzado de la hora no pudimos desembarcar, y presenciamos desde cubierta aquel espectáculo realmente notable.

Al día siguiente saltamos á tierra.

La Naturaleza ha dotado al Brasil de una vegetación espléndida que recuerda en un todo á la de nuestras bellas Antillas, y de un clima parecido también al de éstas. Reina, como en la isla de Cuba, la fiebre amarilla, aunque puede decirse que no todo el año, sino en la canícula.

Las personas no ya bien acomodadas sino aun medianamente, habitan preciosos chalets tierra adentro, en los alrededores de la ciudad, huyendo del enemigo de la salud en aquel país, que es el mar, á cuya aproximación se desarrolla, como es sabido, el pícaro mal de que acabamos de hacer mérito.

El centro de la ciudad no tiene ciertamente nada de particular, hallándose en las estrechas calles de Río Janeiro muy poca limpieza y un olor bastante desagradable de una atmósfera caldeada y viciada.

Hay algunas vías de gran tránsito y llenas de buenos establecimientos, como la de Ouvidor, en donde se hallan tan excelentes edificios como el que posee O pais, diario de mucha circulación y por extremo amante de España, según lo ha demostrado varias veces abriendo suscripciones para socorro de nuestras calamidades publicas, como lo hizo cuando los terremotos de Andalucía.

Río Janeiro es muy español. Es raro el que no comprenda y hable bastante bien el castellano, y todos sienten hacia nosotros afectos y simpatías que le demuestran al español tan pronto como cruzan con él las primeras palabras.

Al Brasil van muchos libros y periódicos españoles.

rj2Hay sitios tan deliciosos como Botafogo, con vistas en las alturas que dominan el espléndido panorama de la ciudad.

El Brasil tiene, como todos los pueblos de América, los cantos de la patria, llenos de un sentimiento extraordinario, de una dulzura encantadora, de una armonía que deleita, de unas notas sencillas, pero inspiradas y admirables; voces del corazón, ayes del alma, suspiros del patriota, trovas del enamorado que exhala quejas ó expresa ternuras.

A una tiple cómica del género chico de mucho talento, retirada hoy, por desgracia, de nuestro teatro y casada con un aplaudido autor dramático, la oímos varias veces acompañándose, como ella sabe hacerlo al piano, unas canciones brasileñas bellísimas.

Lucía Pastor, sin haber estado nunca en América, imprimía en ellas, no obstante, al cantarlas todo el sello genuino, propio, peculiarísimo del país.

Río Janeiro y todo el Brasil es lo más americano que en aquel continente del Sud-América existe, si se exceptúa el Paraguay, que en esto tal vez le aventaje.

En los demás han entrado por tanto los gustos y las aficiones de Europa, modificando las costumbres, la manera de ser y hasta las nuevas edificaciones, que en algunas, como sucede en Buenos Aires, en Montevideo y en Santiago de Chile, uno no sabe si se encuentra en América ó si el vapor, después de haber andado tantas y tantas millas durante un día y otro día, ha vuelto á anclar en algún puerto del Viejo Mundo.

El Brasil es América, tal como aquí nos la figuramos; con muchos árboles frutales, con muchos plátanos, y café y tabaco; hamacas para mecerse durante las horas en que sofoca más el calor, y aun para dormir por las noches; gigantescas y numerosas palmeras, casas bajas, chalets preciosos en un inmenso radio de Río Janeiro y de las ciudades más importantes de todo el país, tales como Pernambuco, Bahía y tantas otras; mucha población negra, un verano constante, un cielo espléndido, diáfano, puro, azul; unas noches clarísimas, de plateada y hermosa luna; un ambiente tibio en la campiña, saturado del fuerte aroma de millones de flores que embriagan la atmósfera; algo del Paraíso, que se cree haya existido en Oriente; el país de los sueños de amor.

Allí había nacido una perla al lado de los ricos diamantes que se hallan con profusión extraordinaria y de otras piedras preciosas no menos abundantes también.

María era una perla; una perla de extraordinario valor, de un blanco mate preciosísimo, criolla interesante, atrayente, simpática, bella, que había visto la luz del día bajo el cielo radiante de su país, y había sido arrullada por los gorjeos de los mil pájaros de brillantes colores que iban á posarse en las ramas de las palmeras.

Cerca de su hogar, muy cerca de él, nació el amor de la perla de Río Janeiro, que así la llamaban por ser la honra de la capital del Brasil.

Dejó el solio de sus mayores D. Pedro, aquel soberano magnánimo, cuyas virtudes habrá recompensado en el cielo el Rey de los reyes. El país fué presa de las contiendas a que siempre han dado lugar los cambios de una situación que hace variar la política y la manera de ser de cualquier nación que abandone por otra la forma de gobierno que antes tenía. El Imperio quedó convertido en República y las revoluciones se sucedieron con harta frecuencia. No podía eximirse el Brasil de una ley fatal, si bien está pasando este período lo mejor posible, sin un quebranto insuperable, sin bancarrota, sin anarquismos de clase alguna y sin dictaduras.

Esa es la verdad, y sea dicho en honor del pueblo brasileño.

Pero las luchas intestinas llevan siempre consigo enemistades, rencores, y lo que es peor, represalias, y de ellas fué víctima la ilustre familia de la perla de Río Janeiro, que tomó parte de una manera activa en las contiendas civiles que sucedieron á la caída del Imperio, no por la resistencia de D. Pedro, que no la hizo, abandonando el país y ordenando á sus adictos que por su causa no se derramase ni una gota de sangre, sino por el deseo de algunos de llegar, haciendo toda clase de esfuerzos, á la primera magistratura de la nación.

El bando á que pertenecía la familia de María fué derrotado completamente, y como hubo de resistirse mucho, lo trataron sus enemigos con saña. Los que no fueron fusilados perdieron su hacienda.

María se encontró en la indigencia, huérfana, y lo que era peor para ella, sin ninguna noticia del hombre á quien tanto quería. Él también había luchado como un valiente al lado de la familia de María; pero ¿cuál había sido últimamente su suerte? Eso es lo que por el momento ignoró aquella mujer desdichada, que sabiendo después que había tenido que ir á Europa para escapar de una muerte segura, y luego de haber conseguido ocultarse y despistar á sus enemigos, salvando algún dinero que llevaba consigo, emprendió el viaje hacia el Viejo Mundo, sin otros medios que los escasos recursos que algunos amigos, no menos reducidos á la miseria que ella, pudieron proporcionarle.

Pero ¿adonde se hallaría él? ¡Es tan grande Europa!

Pudo por fin averiguar que estaba en Francia, y allí dirigió sus pasos.

Las pocas monedas que le habían dado había tenido que irlas gastando para no perecer de hambre.

María era muy guapa; pero siendo tan virtuosa como era, y por otra parte no sabiendo trabajar por haberse educado sólo en grandes colegios donde no le enseñaban eso, no podía ganar como obrera el pan cotidiano.

Llegó hasta Burdeos. Venía de Marsella en un vapor de los que hacen la travesía en pocas horas y por tan poco dinero de un puerto á otro.

emigrantes2Las miradas de un hombre que frisaría en los cincuenta años no se habían apartado de ella desde el momento en que aquel pasajero de la cámara de primera se había aproximado á la proa.

La había visto y no había podido resistir el impulso de acercársele y dirigirle la palabra.

Había cerrado la noche y era obscura.

Niña, le dijo, ¿viaja usted sola? ¿Cómo una niña tan bonita puede sufrir los rigores que parecen manifestarse en su rostro y en sus vestidos? Me interesa usted mucho, y si yo pudiera hacerle algún bien…

Se lo agradezco á usted, pero es imposible.

Imposible, ¿y por qué?

Viajo sola y triste y sin medios.

Soy todo de usted desde este momento. Sea usted feliz.

Vea yo delante al hombre á quien vengo buscando desde apartados países, repuso María en correcto francés, y sería la única manera de que fuese dichosa.

¿Conque amante descarriado tenemos, á quien buscar para ver si entra por buen camino?

Prometido, señor.

¡Hola, hola!

Me parece que habrá usted visto que sale á mi cara el brillo de mi honradez.

Y á tus vestidos el de la tela. Realmente cebándose la miseria en una mujer tan bella no cabe duda alguna de su virtud, y en cuanto á ese hombre, sabe Dios lo que habrá sido de él. Probablemente ni se acordará siquiera de ti.

Eso no puede ser.

¿Por qué?

Porque no.

En cambio yo te ofrezco, si no mi mano porque ya se la he dado á otra, mi corazón, mi bolsillo, mi… ¡Ah, niña hermosa!, dijo queriendo ceñir con su brazo la cintura de mimbre de la encantadora María, yo te adoro y quiero hacerte feliz.

Si da usted un paso más, dijo rechazándole bruscamente antes de que pudiera acercársele, aún me ha dejado fuerzas la miseria para arrojar á usted por la borda.

Y de tal manera hubo de expresarse al decirlo, fué tan convincente su acento, fué tan dignísima su apostura, que el hombre aquel, experimentando una sensación extraña por la primera vez en su vida, sintió

en su alma algo para él desconocido hasta entonces, y le dijo:

Os respeto, os admiro y aunque de modo distinto os sigo queriendo; os quiero bien, honradamente, sin intereses bastardos; os ofrezco de nuevo mi protección. Os facilitaré cuanto os haga falta hasta que halléis á vuestro novio. Aceptadlo, os lo ruego; y si no queréis que con esto pueda ofreceros al hacerlo una limosna, trabajaréis en mi negocio; tendréis un sueldo.

¿En vuestro negocio?

Yo soy el empresario del gran Alcázar de Burdeos.

¿Y qué podría hacer allí?

Qué sé yo. Me habéis dicho que venís de apartados países. ¿De dónde sois?

Del Brasil.

¿Sabéis algún canto de vuestra tierra?

Varios. Fueron siempre mi pasión favorita. Pero ante un público, en un alcázar, joven y sola… ¡ah!, no, imposible.

Tendréis el respeto de todos. Viviréis en mi casa, al lado de mi mujer y de mis hijos, quienes os presentarán á todo el mundo como de la familia y nunca os dejarán sola.

María le contó entonces á aquel caballero toda su historia, y le dio á conocer su origen ilustre con pruebas fehacientes.

En el Alcázar de Burdeos se anunciaba la aparición de una artista americana que iba á cantar aires de su país. En los carteles se leía con letras muy grandes: Debut de la brasilienne.

Acudió mucha gente. Los pueblos meridionales son por extremo novelescos. Una brasileña que iba á dar á conocer canciones de su país, completamente desconocidas en Europa, era ciertamente una gran atracción.

El espacioso Alcázar de Burdeos apenas podía contener el público que lo había llenado literalmente.

La debutante tuvo dos éxitos colosales, uno como mujer y otro como artista.

Su belleza era extraordinaria, deslumbradora, y venía á realzarla el vistoso y típico traje criollo con que se presentó al público, que no cesó de aplaudirla y pedir que repitiera aquellas canciones de un encanto, de una ternura, de una poesía admirables.

La brasileña no era otra que la perla de Río Janeiro.

Al terminarse la función parecióle á María que trataba de acercársele un hombre que daba unos cuantos pasos y vacilaba, y retrocedió por fin sin

haber conseguido verle la cara, por haberse recatado siempre en la sombra.

La interesante brasileña iba acompañada de una señora á quien le hicieron grandes saludos al pasar los empleados del Alcázar. Era la señora del empresario.

Los periódicos de Burdeos se ocupaban al día siguiente del grand succés y la hermosura de la brasileña, y narraban su interesante novela, cuyo epílogo se había desarrollado en la bella, en la populosa ciudad de la Gironde. Algunos días después, uno de ellos, en un artículo titulado La brasileña enu el Alcásar. Su debut, su éxito, su novela, relataba el siguiente suceso: Pero le estaba además reservado otro éxito, para ella mayor que ninguno. La brasileña había venido á Europa en busca del hombre que le había entregado su corazón y á quien las luchas de la política obligaron á huir de pronto para salvar su vida, y lo encontró cantando aquellos aires criollos tan deliciosos, que tanto le gustaron al publico.

»Su prometido fué, como tantos otros, al Alcázar, y allí la vio: la esperó á la salida; fué á dirigirse á ella y se contuvo hasta saber si había seguido siendo digna de su cariño y de su mano.

»Esta mañana en Santa Catalina se han unido en indisoluble lazo la brasileña y el brasileño, á quien la misma política que le persiguió y arruinó, como á la familia toda de su prometida, colma de honores y de riquezas hoy, indemnizándole de los bienes perdidos ó confiscados.

»De la boda han sido padrinos el empresario del Alcázar y su señora.

»El vapor Brasil, de las mensajerías marítimas, saldrá mañana para la República americana cuyo nombre lleva, conduciendo á su bordo á la afortunada pareja.

»La perla de Río Janeiro, nombre con que se conocía allí a la brasileña, vuelve con su presencia á enriquecer los tesoros que encierra aquel país tan rico.»

P. SAÑUDO AUTRÁN

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ESPERANZA – LEYENDA VENEZOLANA

páez

General Antonio Páez.

La Ilustración artística. Barcelona 2 de Agosto de 1897.

ESPERANZA

LEYENDA VENEZOLANA

-¿Por qué esa nube de tristeza que empaña todas las alegrías de tu cara, toda la hermosa luz de tus ojos y la sonrisa de tus labios tan rojos y la expresión de gloria de un semblante tan angelical como el tuyo?

-Porque me temo haberlo perdido para siempre, y si hubiera sucedido tal cosa se me habría desplomado el mundo, habría estallado en mil pedazos mi corazón y se habría sumergido mi alma en el martirio de una vida de acerbo dolor y agonía constante, sin más término que la muerte.

-¡Jesús! No parece sino que no tienes á nadie más en el mundo, ni una madre amantísima como yo que diera por tí cien y cien vidas y cuanto tuviese, y un padre que tanto te quiere y es el orgullo de tu patria en estos momentos, mientras que ese español…

-Sí, madre mía, cuanto tú digas está bien, cuanto tú quieras está bien dispuesto; pero no vayas á decirme una palabra en contra suya, ni mucho menos en contra del amor que nos profesamos y que está por encima de todo.

-¡Esperanza!..

-Ay, perdóname, madre mía, perdóname; yo estoy ciega, desesperada. Yo te quiero también á ti mucho, pero me ahoga la pena, y me domina y me subyuga y manda en mí el cariño que le tengo á ese hombre.

Y diciendo esto en un transporte de frenética pasión, al mismo tiempo que le brotaron de sus hermosísimos ojos dos gruesas lágrimas, caía en los brazos de su madre aquella encantadora criatura, aquella venezolana de raza, con todo el fuego que he ponderado tantas veces de los países americanos.

Aquella interesante mujer, que acababa de cumplir veinte años, era la hija de una de las figuras más respetables y que se hallaba rodeado de más aureola en la época en que Simón Bolívar hizo frente a España y procuró entre otros proclamar la independencia de Venezuela.

Apellidado el libertador, el general Guzmán Blanco creó para honrar su memoria una encomienda llamada del Busto del Libertador, que se concede á los hijos de aquel país que por algo se han distinguido y también de los extranjeros que por servicios prestados al mismo, se han hecho acreedores á recompensa tan preciada que reducido número de personas tienen hoy en Europa. Aparece en el anverso esmaltado el busto de Bolivar de gran uniforme, y en el reverso un sol irradiando sus rayos en derredor. Lleva cinta con los colores de la bandera de Venezuela, celeste, rojo y amarillo.

Los españoles se batieron con bizarría, como siempre; pero faltos de gente, de recursos y de caudillos, no consiguieron contrarrestar el empuje de todos aquellos países de América que se habían levantado en armas como un solo hombre y luchaban con una fe, con un entusiasmo y con unión tan inquebrantable que les hacía poderosos y semejaban dura avalancha que se venía encima clavando sus enseñas, á costa de luchas reñidas y en medio de torrentes de sangre, en los terrenos de que se iban haciendo dueños.

Entre los muchos españoles, que al igual de los americanos hacían prodigios de valor, se hallaba un apuesto oficial, que honraba con sus repetidas hazañas la tierra en que había nacido y en cuyos dominios iba á ponerse al cabo de tantos años el sol, aquel sol que había alumbrado con sus rayos nuestra bandera en la Alhambra, nuncio de engrandecimientos para España que ensanchaba sus territorios allende los mares, poco después de haber vencido á la media luna en su último baluarte.

El oficial que formaba parte de las tropas reunidas bajo el mando supremo del virrey Sámano, había conocido en Caracas á una venezolana de extraordinaria belleza y de un encanto mayor si era posible que ésta, y se había enamorado de ella.

La hemos visto hace un momento con su madre, en el alegre patio de su casa, lleno de flores, en una hermosa noche de luna espléndida que plateaba su interesante rostro criollo.

Excusamos por lo tanto decir si á la joven le había parecido bien el gallardo militar español y si todas las hazañas del mundo habían de parecerle poca cosa al lado de las que acometía el elegido por ella como dueño de su vehemente corazón.

Tiempo hacía que Esperanza había perdido la de ver á su amado, y mucho tiempo hacía igualmente que éste había perdido también la esperanza de que sus ojos volviesen á cruzar su mirada con la brillante y atrayente de su amad.

Pero dicen que la esperanza es lo último que hay que perder, y el oficial español, en esto pensando, pensaba en ella y no se desalentaba.

Para esta relación importa saber que se llamaba Fernando y servía á las inmediatas órdenes de un esforzado capitán. Pertenecía á una ilustre familia y se había distinguido siempre por su caballerosidad y su inteligencia, además de haber acreditado, como antes hemos dicho, un heroico valor en reñidos combates.

…………………………………………………………………………………………………………….

venezu1No perdimos nuestras posesiones en la América del Centro, del Norte y del Sur sin librar batallas muy grandes, sin disputar al enemigo el terreno, á pesar del valiente empuje de su resuelta acometida, que luchaban como leones aquellos hombres ávidos de conquistar la independencia de su país á toda costa, sacrificando para ello sus haciendas, sus hijos, sus vidas; todo en una palabra.

Y de España no se enviaban refuerzos, siendo completamente

necesarios y con urgencia, que de no ser atendida, y esto sí que era quizá imposible, era todo empeño poco menos que inútil.

Había llegado para nosotros el momento de la fatalidad, como antes habíamos tenido el de las prosperidades. Se derrumbaba aquel inmenso poderío que teníamos, íbamos á perder aquellos ricos y florecientes países de América. Se nos venía el mal encima sin que fueran parte á contrarrestarlo, ni mucho menos á detenerlo, los elementos con que contábamos en aquellos apartados países, mucho más distanciados entonces por lo imperfecto y lo difícil de nuestras comunicaciones con ellos.

Simón Bolívar organizaba y mandaba ya fuerzas considerables en la América del Centro que fueron muchas veces á la victoria, disputada con verdadero y extraordinario heroísmo por los soldados españoles, pero conseguida al fin y al cabo por las fuerzas rebeldes que entre otros caudillos notables tenían á Páez, Urdaneta, Valdés, Zarasa y Bermúdez, como nosotros á los esclarecidos jefes Duran, San Just, Maya y Barreiro y tantos otros, entre los que se hallaba Fernando de Alvarez; á quién tanto quería Esperanza González, la hija de uno de los principales agitadores venezolanos, tan respetado por todos los suyos.

Se había empezado la contienda y continuaba con más empeño cada vez por ambas partes.

De nada sirvió el audaz golpe de mano de San Just entrando por sorpresa con sólo cuarenta caballos en una población como Barcelona, defendida por mil combatientes, aunque mal armados y desalentados los más, que fueron batidos en las calles de aquel puerto, al que se puso el nombre de la ciudad condal en recuerdo de esta victoria.

San Just, sin fuerzas que le ayudasen, sólo pudo llevar á cabo

aquel hecho glorioso sin resultado, porque repuestos los defensores de Barcelona, volvieron á ser dueños de ella, rechazando después los ataques que se intentaron por nuestras tropas.

En la defensa que lucieron de Barcelona los españoles murió de una manera gloriosa el comandante D. Francisco Maya.

Venezuela en masa se había levantado en armas contra la madre patria. Por todas partes pululaban partidas; por Barinas, por Cumaná, extendiéndose hasta Quito, Popayán, Tunja, Neiva, Choco, Antioquía y Honda, hasta los mismos territorios de Santa Fe.

Una acción memorable se libró en un pueblo distante cinco leguas de Nutrias: La Cruz.

La Cruz fué teatro de una de las jornadas más sangrientas de aquella guerra entre las fuerzas españolas mandadas por Duran y las venezolanas por Páez.

A las órdenes de Duran se batió con su gente con mucho brío Fernando de Alvarez, con tanto que herido y todo, de tal manera se

metía en las filas venezolanas que fué hecho prisionero, no sin que en aquel momento atravesara el pecho de uno de los más esforzados adalides que iban con Páez.

La lucha fué por extremo encarnizada desde aqullos momentos.

Páez perdió toda su infantería, y los setecientos jinetes que llevaba echaron pie á tierra y hubieron de batirse con las lanzas.

venezuelaA Duran le quedaron sólo setenta hombres, y éstos la mayor parte heridos, y él mismo tenía un brazo atravesado por dos balazos. Fuera de combate los oficiales, tomó el mando un cabo que se portó con un denuedo de que no hay ejemplo quizá en todos los anales de nuestras guerras.

Peleó como un soldado y como un jefe; con tanto arrojo como pericia.

………………………………………………………………………………………………………….

-No hay más remedio que fusilarlo, é inmediamente. Ha matado á Juan Díaz. No es sólo un prisionero. Nos ha arrebatado á un hombre que tanto valía.

-Se condujo como un valiente en la jornada y mató cara á cara, eso sí; en lucha personal, noble, franca, en defensa de su existencia y por la bandera de su país.

-Pero no hay remedio. Se hacen precisos ya los escarmientos y sobre todo los castigos. A ese español hay que darle un castigo ejemplar.

-¿Aunque las represalias se acentúen?

-Pase lo que pase.

-Me habían inspirado simpatía su valor y su gentileza.

-A mí también; pero es preciso hacer lo que va á hacerse. Y á no perder tiempo.

-A usted, González, se le encarga de su custodia, en usted fiamos.

-Ya pueden hacerlo, contestó con acento firme el padre de Esperanza, que no era otro el que hablaba.

Todo se hallaba dispuesto ya para el fusilamiento de D. Fernando de Alvarez; pero ¡cuál no sería la sorpresa de los de Páez cuando se supo que el prisionero se había fugado, protegido por alguien que estuviera muy cerca de D. Carlos González ó á quien su respetara por su gente, y desde luego hubiese podido llegar hasta el sitio en que se hallaba el español, bien custodiado, como todos los reos de muerte lo están!

Había ocurrido algo extraordinario, y así era en efecto. El prisionero había sido puesto en salvo, pero la persona que tanto se había interesado por él, una vez que así lo había hecho, aprovechando un momento de descuido de Fernando de Alvarez, había desaparecido de su lado rápidamente, saliendo en el mismo caballo que les había servido para la fuga.

Era Esperanza, que con una orden falsa de su padre, y á pretexto de que éste le llamaba para una entrevista reservada de suma importancia y urgencia que adonde él estaba tenía que celebrar con el reo, hacía que lo llevaran á su presencia. De lo demás se encargó Esperanza. Con gente suya fue la falsa orden, y ella, merced á la obscuridad de la noche, se encargó en persona de la evasión de aquel preso que tan aprisionada tenía su alma.

¿A qué volvió Esperanza? A salvar á su padre de cualquier modo y á todo trance. Confesándose desde luego autora de la fuga de Fernando de Alvarez, probando la inocencia de su padre, impetrando perdón para la falta que ella había cometido, si era posible, ó entregándose en ultimo término para responder de sus actos con su vida, inmolándola satisfecha por haber salvado la del oficial español.

Por rápida que fué su vuelta adonde se hallaban los suyos, no lo fué tanto que pudiese impedir la muerte de su padre, que trató de evitar aquella apasionada mujer con su presencia en aquel sitio.

Tachado ya de simpatías hacia el reo, fué inútil toda reivindicación, disponiéndose que á la misma hora en que debiera ser fusilado el oficial español, lo fuera D. Carlos González, sin más demoras ni apelaciones ni sumarias.

En el momento mismo en que Esperanza llegó, presentóse ante ella un horrible cuadro; el que formaban los encargados de fusilar á un reo, en quien reconoció inmediatamente á su padre aquella desdichada mujer. Verlo y sonar en aquel instante la terrible

descarga que le hiciera rodar por tierra, todo fué obra de un instante.

Esperanza, fuera de sí, se arrojó sobre el expirante cuerpo de D. Carlos González, desencajada, lívida, con sus hermosos ojos llenos de una expresión singular, extraviada la vista y lanzando un ¡ayl de dolor infinito, desgarrador, espantoso, horrible.

Cuando fueron á separarla del cadáver, reía, lloraba, y palabras incoherentes y sollozos y carcajadas se escapaban de aquellos labios tan sonrosados y tan bellos y de aquel pecho virginal tan enamorado.

Había perdido la razón.

Para el pobre Fernando ya no fué más su amor que un desvarío, pero consagró su vida á seguir adorando á su loca Esperanza hasta que la perdió el desdichado, sobreviviendo poco tiempo á su inmensa desgracia.

P. SAÑUDO AUTRÁN

COSTUMBRES ESPAÑOLAS: TOROS EN CÁDIZ EN 1578

LA LIDIA. Enero 1889.

COSTUMBRES ESPAÑOLAS: TOROS EN CÁDIZ EN 1578

Al Sr. D. Francisco R. de Uhagón.

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Hay en los pueblos rasgos característicos que no se alteran por el transcurso de los siglos, costumbres también que parecen nacidas del carácter, y son, como él, inalterables.

Corría el año 1578. En un hermosísimo día de los últimos del mes de Junio, la bahía de Cádiz presentaba uno de esos espectáculos que no por haberse repetido muchas veres pierden su encanto, siendo, por el contrario, la admiración de cuantos en alguna se recrean contemplándolos.

Bajo el azul de un cielo purísimo, á la brillante luz del sol deslumbrador de Andalucía, se deslizaban por las tranquilas aguas multitud de galeras, dando todo el velamen al favorable viento que las impulsaba, y galanamente empavesadas todas ellas con gallardetes, flámulas y banderas de variados colores.

La que delante de todas marchaba, grande por sus proporciones, majestuosa en su porte, notable por la riqueza de sus adornos, por su aseo y gallardía, ostentaba en e1 palo mayor el estandarte real de Portugal.

La entrada de una escuadra en el puerto de Cádiz es, en verdad, espectáculo indescriptible. Éralo aún más en aquella ocasión, por las singulares circunstancias que concurrían á darle interés y prestarle solemnidad y atractivo.

A bordo de aquella galera que á todas las otras precedía, venía el rey D. Sebastián de Portugal, acompañado de la primera nobleza del reino. En las demás embarcaciones, la parte más lucida, los veteranos del ejército portugués venían á Cádiz para tomar en ellas á los dos mil españoles que al mando de D. Alonso de Aguilar debían ayudar á los lusitanos en la campaña de África.

No había merecido esta expedición el concurso, ni la aprobación siquiera, del monarca español, ni de sus experimentados generales; pero entre las muchas tropas auxiliares que componías el ejército se permitió que concurrieran los soldados españoles. Ya desde Lisboa habían pasado á Ceuta grandes fuerzas y el resto marchaba con el rey, que había de mandar en jefe y dirigir las operaciones.

Desde que la armada portuguesa dio vista á Cádiz, no cesaban los fuertes de la plaza de hacer salvas para saludar al monarca lusitano. Bombardas y falconetes, calabrinas y cañones, atronaban con sus disparos; el humo oscurecía la atmósfera; repicaban las campanas, y en tanto que las galeras entraban y daban fondo en bahía se fueron poblando las aguas de miles de barquillas empavesadas que acudían, al recibimiento llenas de pasajeros; aumentando la animación el gran número de personas que se agolpaba al puerto para presenciar el desembarco. — En una falúa ricamente preparada, vestida en el interior de brocados de seda con grandes cojines recamados de oro, impulsada por muchos remeros de brillante uniforme y seguida de otras varias también adornadas con profusión y riqueza, se adelantó hasta la galera real el duque de Medina Sidonia.

Bajó el rey la escala entre los acordes de la música y el estrépito de la artillería, tomando asiento en el puesto de honor á popa de la falúa, que partió velozmente hacia tierra seguida por las otras de respeto, en que habían entrado los nobles, capitanes y altos dignatarios que le acompañaban.

cadiz1570Hospedóse el rey D. Sebastián en la hermosa casa del señor D. Luis Valenzuela, situada, según parece, en la esquina que formaba la calle del Hondillo con la Plaza de la Corredera, desde cuyos balcones se disfrutaba un extendido panorama, descubriéndose toda la parte media y occidental de la bahía, y al lejos limitando el horizonte las tierras de Jerez y de Medina, en cuya falda se ven las pintorescas poblaciones del Puerto de Santa María y la isla de Rota.

El duque de Medina Sidonia, capitán general de Andalucía, y el regimiento de la ciudad, de Cádiz, en el que tenía asiento D. Luis Valenzuela, hicieron cuantos esfuerzos puede imaginarse para obsequiar dignamente al monarca que hospedaban y á la escogida corte que formaba su séquito, haciéndoles agradable la estancia en el territorio español.

Entre las funciones preparadas, y como uno de los festejos más regocijados y notables, figuró una fiesta de toros.

Divertidísima fué, indudablemente, sí hemos de dar crédito á las escasas noticias que se pueden recoger en algunos historiadores; porque sus accidentes y peripecias, así como la pompa y boato que se desplegó en ella, semejan á los que la lozana imaginación de D. Nicolás Fernández de Moratín reunió para embellecer sus incomparables quintillas de la Fiesta de toros en Madrid, que supone en los tiempos del Cid Campeador.

Se había cerrado la Plaza por todas las calles que á ella daban entrada con fuertes vallas de madera, levantándose frontero á la morada del rey un extenso tablado y gradería que circunvalase por aquella parte el coso. Adornadas estaban las fachadas de las casas y edificios públicos con vistosas colgaduras de seda de vivos colores, con ricos y variados tapices; y algunas ostentaban costosos decorados que causaban admiración.

Llenáronse los estrados de bellísimas damas y apuestos caballeros, no solamente de los moradores de Cádiz, sino también de los pueblos comarcanos, todos ataviados con sus mejores trajes y preciosas joyas, atraídos por la curiosidad de ver de cerca á aquel monarca, cuyo nombre era tan popular é iba ya rodeado de una aureola fantástica, de una fama de temeridad y arrojo que aumentaba en todos el deseo de conocerle.

En las graderías se agolpaba la muchedumbre del pueblo, de soldados y marineros, muchachos y labriegos de las vecinas poblaciones que se apiñaban y empujaban, gritando en tumultuosas voces, producidas ora por la alegría, ora por la impaciencia, por la inquietud ó por las molestias; corriendo á veces de un lado á otro con algazara y confusión, sin que pudieran conservar el orden las escuadras de tropa situadas en la Plaza para tal objeto.

La animación era mucha y ruidosa; la concurrencia de todas las clases, numerosísima crecía por momentos, haciendo imposible que pudieran colocarse los que nuevamente llegaban…..

Mas la fiesta en que gozo

la popular alegría

muchas heridas costó.

Cuando cesaron los acordes de la música y ocuparon su lugar todos los que componían el acompañamiento del monarca portugués y del duque, hicieron vistoso alarde de sus galas muchos caballeros que en briosos potros andaluces, con gran número de escuderos y pajes lujosamente vestidos, desfilaron ante el balcón regio, haciendo complicadas evoluciones, y tomaron puesto en la Plaza detrás de las vallas preparadas al efecto, para ir saliendo sucesivamente á clavar rejones y torear de diferentes maneras.

Los aplausos de la multitud, los saludos y el vocerío duraban aún, cuando dieron suelta á un hermoso toro que recorrió la Plaza en breves instantes, levantando nubes de polvo en su carrera, y que rodó al punto por la arena, descabellado por la certera lanza de un caballero de Véjer de la Frontera. Las palmadas y los vítores ensordecieron los aires, retirándose el aplaudido jinete; salió el segundo toro, más pausado que el anterior, aunque de mayor corpulencia, girando la vista en derredor como buscando un objeto á su acometida. Lo encontró muy luego. Un nuevo caballero corrió hacia el centro de la Plaza con el caballo muy levantado y el rejón en la diestra… pero no tuvo tiempo de clavarlo… Partió la fiera,

cual flecha se disparó

despedida de la cuerda;

derribó al caballo y al jinete; mas antes de que pudiera volver sobre ellos, tres ágiles peones le distrajeron con capotes de color rojo, y otros no menos diestros se le acercaron con afiladas lanzas y desjarretaron sus piernas, imposibilitándole para nueva embestida. Dieronle muerte, y arrastrado por arrogantes mulas fuera de la Plaza, dio lugar á la entrada del tercero. Era ligerísimo de pies y de mucha vista, y en un momento dio vuelta á toda la Plaza, limpiándola de peones y jinetes que huían de su furia, sin que ninguno pudiera ofenderle.

Avanzó á rejonear un caballero ayudado por varios escuderos á pie; mas antes de que pudiera entrar en la suerte, se lanzó la fiera con la velocidad del rayo, alcanzó á uno de los que con los capotes quisieron distraerle, dejándole herido en tierra, y persiguió á los demás, haciéndoles retirar en pronta huida. No fue más feliz el segundo, que con temor notorio se adelantó con rápido paso, como el que cumple un deber, en la seguridad de no obtener un buen resultado. Herido su caballo sin que él tocase al toro, arrancó en vertiginosa carrera, y los peones abandonaron la lidia por socorrer á su señor.

Y hubo algunos momentos de confusión y de pánico, en los que la Plaza quedó limpia.

Ninguno al riesgo se entrega

y está en medio el toro fijo;

el pueblo aplaudía enardecido, estimulábanse los jóvenes unos á otros á probar fortuna, mostraban temor las damas, los nobles gaditanos se encontraban indecisos ante el peligro, viendo suspendida la solemne fiesta, cuando en medio de la gritería incesante, del tumulto y la agitación que por todas partes reinaban, montó en un brioso tordillo de Córdoba el huésped del monarca lusitano, el Sr. D. Luis Valenzuela, y seguido de un solo escudero á pie se dirigió pausadamente, y con la vista fija en la fiera, al terreno que ésta ocupaba.

toros1Unánimes aclamaciones resonaron en todos los ámbitos del coso:

No habrá mejor caballero,

dicen, en el mundo entero;

agitaban las damas los pañuelos; los hombres con los sombreros saludaban al valeroso D. Luis; pero de repente se produjo general silencio al ver que el toro se volvía hacia el caballero y escarbaba la tierra, preparando feroz embestida. El temor se pinto en todos los semblantes.

Vestía D. Luis lujoso traje de terciopelo rojo con pasamanerías y botones de plata; en los pasadores y herretes brillaban gruesas piedras que lanzaban rayos de luz al ser heridas por los del sol, y sujetaba las plumas de su birrete un precioso cintillo de brillantes. El paje vestía los mismos colores, y bordada también de plata y perlas era la mantilla de grana y los paramentos del caballo.

No llevaba el caballero lancilla ó rejón en la mano, se adelantaba al paso de su corcel, y solamente cuando estuvo á regular distancia del toro puso mano á la espada y paró en firme, esperando la embestida. Recelosa la fiera de aquel enemigo que frente á frente la desafiaba, bajó nuevamente la cerviz, resopló con extraordinaria fuerza la tierra y se lanzó rápidamente sobre su adversario; pero en el momento mismo de arrancar, su paje se apartó del caballo cuatro pasos y agitó su capote de grana, cortando en parte el ímpetu de la carrera; y aprovechando aquel instante don Luis adelantó con presteza y pasando por el lado derecho del toro le clavó la espada con tan certera vista y seguro pulso, que entrando por el cuello apareció la punta ensangrentada entre los brazuelos del animal, que dio algunos pasos, vaciló breves momentos y rodó por la arena bañado en sangre.

Continuaron sin interrupción las fiestas en los ocho días que el rey D. Sebastián y su corte permanecieron en Cádiz.

El caserío de la ciudad no era bastante á contener la muchedumbre de la gente, y en el extenso campo que llamaban entonces de la Jara, y comprendía todo el espacio que media desde donde hoy vemos la calle de la Amargura hasta las ermitas de Santa Catalina, y San Sebastián, en medio de los viñedos que poblaban aquel fértil terreno, se levantaron tiendas donde se albergaron los soldados, y se formó una tela en la que juntaron varios días los caballero» españoles y portugueses, corrieron pólvora y tuvieron lugar otros muchos divertimientos públicos.

En los primeros días del mes de Julio se embarcaron de nuevo en las galeras los soldados portugueses, llevando en su compañía á los voluntarios españoles, al mando de su animoso jefe P. Alonso de Aguilar.

El 4 de Agosto, en los funestos campos de Alcazar-Kevir fué completamente destrozado el lucido ejército; de los 17.000 hombres que lo formaban solo escaparon con vida algunos centenares; murió el arrojado rey D. Sebastián, y á su lado sucumbieron heroicamente todos aquellos nobles, tan jóvenes, tan gallardos, tan ricos, que un mes antes prestaban alegría y animación á los festejos gaditanos.

Han pasado mas de tres siglos desde aquellos días en que el rey D. Sebastián y su corte se hospedaron en la ciudad española. En los historiadores y en las memorias contemporáneas hemos buscado detalles de aquel suceso, que debió ser muy notable, y no hemos podido encontrar todos los que hoy apetece la curiosidad erudita; pero la lectura de las indicaciones que algunos de ellos consignan, aunque todos esos pormenores no puedan presentarse como rigurosamente históricos, nos ha hecho reflexionar sobre la verdad que encierran los primeros renglones de este artículo.

Grandes vicisitudes y trastornos ha sufrido nuestra España desde la visita á Cádiz del rey D. Sebastián de Portugal hasta la época presente; muchas y grandes revoluciones la han agitado; importantísimos adelantos ha realizado, cambiando, puede decirse, por completo su manera da ser política y social, económica y administrativa y hasta doméstica.— Cruzada por los caminos de hierro; comunicada instantáneamente por el telégrafo con las mis apartadas regiones; ¡laminada por el gas y por la electricidad… á punto quizá de navegar por el interior de los mares dando nuevo testimonio del genio de sus hijos, ¿qué haría hoy España si en Cádiz ó en Sevilla hubiera de dar hospedaje y procurase agasajar á algún poderoso monarca? .—Ciertamente en el variado plan de obsequios no había de faltar el anuncio de la gran corrida de toros.— En ella, para aumentar el atractivo, tal vez se se anunciarían caballeros en plaza, que a la antigua usanza rejoneasen una ó dos fieras; pero de seguro que no serían individuos de la nobleza, ni trabajarían gratuitamente en caballos de su propiedad perfectamente amaestrados y de gran precio por sus excelentes condiciones de raza y edad. Y pasado ese recreo, que en la forma en que ahora se presenta no pasa de ser entremés, sin llegar á comedia, ni tiene carácter, ni da lugar á escenas como las que dejamos descritas, saldrían las cuadrillas capitaneadas por Lagartijo ó por Mazzantini, los cuales con su valor y su agilidad, con su destreza y su gracia producirían en los espectadores tanto entusiasmo como despertó la hazaña de don Luis Valenzuela en los cortesanos del rey D. Sebastián en el año 1578.

José María Asensio

Sevilla, 4 de marzo 1889.

Narraciones americanas: Smith en Virginia.

Mapa de Virginia. Realizado por John Smith en 1612, este mapa muestra en su parte superior izquierda el interior de la cabaña del jefe indio Wahunsonacock.

La Ilustración Ibérica. 4 de diciembre de 1897

Narraciones americanas

Smith en Virginia.

La sed inextinguible de oro que produjeron los descubrimientos de América, el espíritu aventurero de la época, el incentivo de la conquista, el aguijón del negocio, el vértigo de lo desconocido que por analogía se miraba, no obstante, á través de lo inmenso, de lo admirable y lo fastuoso, todo fué parte á que allá por el año de 1609 se formasen en Inglaterra sociedades que fomentaran el establecimiento de nuevas colonias, y así sucedió con el poderoso estado que hoy se llama Virginia.

Un capitán animoso y experto se hizo á la mar en el día 19 del año citado, mandando un barco de cien toneladas y dos barcas, que llevaban á bordo unos 105 hombres, entre ellos personas de calidad unas y de excelente reputación como militares las otras.

Llamábase el capitán Newport é iba á bordo un hermano del conde de Northumberland, de tan alta alcurnia, así como también formaba en la expedición aquélla un hombre bajo todos conceptos extraordinario por su hermosa fisonomía moral, su energía á toda prueba, su valor indomable, su fe, su constancia, su aliento, su alma gigante y su corazón templado al fuego como el acero, como este dúctil y resistente; duro para oponerse al empuje, flexible para informarse en el sentimiento.

smith3Era Smith, el héroe de la leyenda y de la historia de los ingleses en América, el capitán de su patria en aquellas regiones al modo de los soldados de España que fueron á conquistar los países que descubriera Colón; fortaleza, espíritu grande, torrente en la lucha, temperancia en las situaciones ambiguas, cordura en el juicio, prudencia en el consejo y sagacidad en el mando.

Las condiciones éstas fueron sus principales enemigos, y el primer acto del consejo que acababa de llegar con Newport y que, arrojado como todos por una tormenta, arribaron á la bahía Chedapeak, desembarcando en James Town, fué proceder inmediatamente á la destitución de Smith, para verse luego obligados á nombrarle por voto unánime jefe absoluto, gobernador por merecimiento y prestigio propios, de la colonia que se deshacía por momentos.

La escasez, el hambre, la peste, cuantos azotes puedan asolar á un pueblo, otros tantos cayeron sobre los habitantes de Virginia, y ¿hacia dónde habían de volver la vista? El nombre de Smith, que, firme en medio de tanto desastre, iba de boca en boca, fué aclamado por todos.

El bizarro oficial inglés hizo frente á cuanto ponía en peligró la vida de la colonia. Fué el caudillo y el diplomático. Atendió á las necesidades más apremiantes procurándose víveres de los indios por dádivas ó á la fuerza, según lo estimaba oportuno.

El éxito coronaba su obra rayana en lo inverosímil, de regeneración y heroísmos.

Levantó el espíritu decaído de los colonos y con ellos fué á la pelea, á la peregrinación y al triunfo las más de las veces.

Los almacenes se llenaron de provisiones, de confianza las almas y de satisfacción el pecho de quien había realizado con su pericia y su denuedo tan grandes milagros.

La fama de Smith llegó á todas partes. Le temían ó le veneraban los indios, y una princesa de la raza más poderosa, en aquellas tierras, quedó prendada del relato de sus hazañas y el término feliz casi siempre de sus gestiones. No cabía duda que se hermanaban, en aquel hombre el valor de un lado y la magia de un tacto por otro que subyugaba todo á su antojo.

Por el relato que en cuanto á la parte física de aquel europeo le habían hecho á la hija de Powatan, se había enamorado de su figura.

La estrella de Smith, después de lucir en medio de aquellas sombras que oscurecían de continuo la vida de los colonos, se eclipsó de improviso. Las armas le fueron contrarias. Las de sus enemigos semejábanse á rayos fulminados contra los hijos de la rubia Albión.

A pesar de todo su empuje y de haber batido hasta entonces fuerzas en mayor número siempre, Smith y su gente se veían ya obligados, defendiéndose como fieras, á pelear muchas veces en retirada, y en una de ellas el destino fatal dispuso la entrega del caudillo británico sin que éste pudiera valerse. Cayó en un pantano hundiéndose en él hasta el cuello.

Como el tigre que contempla ya entre sus garras su codiciada presa, los indios lanzaron aullidos feroces.

Smith sabía que no perdonaban á ningún prisionero y muchísimo menos á él.

Como quiera que llevase la brújula, de la que nunca se separaba, intentó, haciendo un esfuerzo, explicar lo más fantásticamente posible la aplicación de la aguja magnética, consiguiendo despertar de tal modo el interés de aquellos salvajes, que una parte de ellos se iba predisponiendo en favor del jefe de la Virginia; pero no le valieron sus buenos discursos ni la marcada estupefacción que sus palabras causaban, y fué llevado á presencia de Powatán, el soberano indio de más prestigios que por aquellos alrededores había, y quien dispuso inmediatamente la muerte del extranjero.

Disponíase el escogido como verdugo á cumplir su misión, y cuando con saña y arranque salvajes iba ya á descargar su tremendo golpe sobre el inglés, una mujer interesante, tendido el cabello, arrasados los ojos en lágrimas, de cara tostada por los rayos del sol, de mirada imperiosa, suplicante, hermosísima y viva á un tiempo, de labios incitantes y formas que envidiaría seguramente para modelo un artista, se interpuso entre Smith y el que iba á matarle, implorando para él el perdón, que Powatan, en vista de aquellos extremos, hubo, al fin, de otorgarle.

smith1Pocahintas, que así se llamaba su intercesora, contaría apenas diez y ocho años. La llama de un fanático amor, despertado súbitamente en el corazón de la joven, resplandecía de manera brillante en sus ojos rasgados y negros, y su acento, suave como las brisas de su patria, pudo seguir conmoviendo el pecho duro de su padre hasta el punto de obtener, además de la vida, la libertad de aquel prisionero.

Una vez que le fué concedido todo, le dijo á Smith:

—Esforzado extranjero, te iban á arrebatar la existencia, y, de no ser así, la libertad cuando menos. Vive y se libre como esas aves tan hermosas que cruzan los espacios de un lado á otro. Entrega tu vida y tu libertad á quien quieras. Yo no puedo hacer otro tanto sin tu permiso, porque desde este momento para ti solamente vivo, siendo la esclava de la pasión que has llegado á inspirarme.

—Si no me debiese á los míos,—repuso Smith,—no me separaría de ti nada ni nadie; de ti, en quien he bendecido la piedad y el amor.

Si una sola palabra más se hubiera cruzado entre ambos, Powatán hubiese ordenado de nuevo que mataran á Smith.

Pocahintas pudo así comprenderlo en las miradas irascibles é inquietas del jefe indio, quien, rehecho de la primera impresión, no hubiese

hecho caso de las súplicas de su hija.

No había un momento que perder, y ella fué la primera en incitarle á que se marchase en el acto y aun á desvanecer aquellas manifestaciones de afecto que no había tenido fuerzas bastantes para callarse.

—Me parece muy justo,—repuso,—y no debes tardar en unirte á los tuyos. Los indios perdonamos y queremos tan fácilmente como matamos, y hasta por un instante he podido creer que te amaba cuando yo también me debo á los míos.

Y esto diciendo clavó la vista con ardimiento extraordinario en los ojos de Smith, como para decirle que no era cierto aquello que por prudencia únicamente manifestaba.

En la cara de Powatán se había operado una visible transformación, inundándosele de gozo.

El no se había fijado en la amante mirada de Pocahintas, sino en las palabras de ésta, que le habían devuelto la calma, y quiso festejar su alegría colmando de presentes al extranjero, que, haciendo protestas de amistad y agradecimiento, tomó el camino de la colonia, á donde por poco sucumbe luego.

Smith no dejaba de recibir provisiones y tiernos saludos de Pocahintas, quien se valía para todo esto de un indio fiel.

Al capitán le era imposible entregarse á ningún extremo de amor. La crítica situación de su gente, que iba gastando las últimas provisiones, le absorbía por completo.

Un accidente que pudo costarle la vida decidió de su marcha á Inglaterra. Una explosión de pólvora le produjo quemaduras horribles y varias mutilaciones, de las que hubiera muerto por falta de asistencia, permaneciendo allí por más tiempo.

Coincidió esto con el nombramiento que desde Londres se hizo, invistiendo del alto cargo de Capitán General y Gobernador de Virginia á Lord Delaware, organizándose una expedición que pudiéramos llamar de vanguardia, compuesta de nueve embarcaciones, en las que, al frente de 500 colonos, iban como teniente general Gates y como almirante Summers.

Smith se hizo á la mar hacia Europa.

Cuando Pocahintas supo la nueva de la partida, logró fugarse, y voló en busca del oficial inglés; pero ya era tarde.

Al llegar á la playa, apenas pudo percibir el buque, que lejos, muy lejos, se iba perdiendo de vista en el horizonte.

El dolor de la pobre india no tuvo límites.

Devoró con los ojos aquella embarcación malhadada, que se llevaba á su bordo con el exgobernador de Virginia el aliento de su existencia, la suprema dicha de su deseo, el ensueño de su fantasía americana, el hombre idealizado por ella, el ídolo de la única religión que tenía, y al no distinguir, velada por las brumas del mar y la espesa cortina de la distancia, el barco que conducía al capitán Smith, sintiendo el vértigo de una indefinible locura, salvó el espacio que limitaba la tierra del agua y se arrojó al mar, exclamando con delirante acento:

—¡Espera: allá voy! ¡Elemento por donde va la nave que de mí le separa, llévame hasta él si puedes, ó refresca, si no tienes empuje para transportarme á su lado, estos ojos y estas mejillas que me están abrasando, caldeadas por este llanto que me ahoga mucho más que tus aguas!

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Smith

Octubre, 1897

P. SAÑUDO AUTRAN