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Un edificio en el que nunca entraba el sol (Palabras del Rector Carlos Peña por aniversario UDP)

30 / 09 / 2021

Hace treinta y nueve años, es decir por estos mismos días, pero del año 1982, la Universidad Diego Portales funcionaba en apenas una casona situada en Ejército 260. Se trataba de un edificio donde cabían, apretados, y casi codo con codo, unas ciento ochenta personas matriculadas en tres carreras, Derecho, Psicología y Administración, que debían mirar la pizarra y escribir en sus cuadernos auxiliándose de la luz eléctrica, incluso en pleno mediodía del verano o de la primavera, y sin importar cuán refulgente fuese la luz natural, porque las salas que menciono carecían de ventanas. Si alguien hubiera mirado esa escena –un conjunto de habitaciones ciegas en las que se apretujaban estudiantes y profesores- no podría siquiera haber imaginado que de allí saldría una de las más importantes universidades del país, que cuenta hoy con una espléndida infraestructura, con estudiantes de talento surgidos de todas las zonas de la estructura social y con una comunidad académica de alta influencia pública, independiente y crítica.

¿Qué factores son los que permiten explicar que de esa sala ciega haya surgido la universidad con que hoy día contamos, una universidad que, como digo, posee una amplia comunidad académica y un desempeño, de sus alumnos y de sus profesores, que la sitúa entre las mejores del país?

Para responder esa pregunta es imprescindible recordar, siquiera brevemente, en qué consisten las universidades.

Desde que aparecieron en el siglo XII y a pesar de todas las transformaciones, sobresaltos y peripecias que han debido experimentar desde entonces, las universidades son instituciones que se caracterizan ante todo por cultivar la racionalidad y el conocimiento, por atesorarlo y por transmitirlo. Una universidad medieval no tiene nada o casi nada que ver con una universidad de nuestros días, salvo en una cosa que todavía, y porfiadamente, ambas comparten: la creencia que los seres humanos nos distinguimos por la racionalidad de que somos portadores y la convicción que las ideas son de las cosas más importantes de la vida, al extremo que todas las sociedades se han encargado de contar con instituciones -las escuelas y las universidades- encargadas de cultivarlas y de transmitirlas.

No cabe ninguna duda.

Antes que terrenos, laboratorios, aulas, recursos materiales y edificaciones de toda índole, las universidades son proyectos intelectuales, es decir, puñados de ideas que aspiran a influir en el ámbito de la cultura y en el espíritu de las nuevas generaciones dejando en ellas un rastro perdurable. Sin ideas que esparcir, sin proyectos intelectuales con los que entusiasmar a la comunidad en la que se insertan, y a quienes trabajan en ellas, las universidades no están a la altura de sí mismas, se ponen, por decirlo así, mustias, y acaban perdiendo, más temprano que tarde, buena parte de su encanto.

Es verdad que las condiciones materiales de la existencia son muy importantes y que, por eso, debemos alegrarnos de las que hoy, a diferencia de hace casi cuatro décadas, poseemos; pero no debemos olvidar, siquiera por un momento, que si la pobreza hace a la vida de la universidad incómoda, la falta de ideas y de proyecto intelectual podría dejarla muda y este sí que es un peligro mayor del que la universidad y sus facultades deben huir como de la peste.

Nuestra Universidad ha sabido huir de ese peligro y lo ha eludido cada vez que se ha visto amenazada por él. Lo prueba el hecho que si hemos de caracterizar a esta Universidad, si tuviéramos que decir qué es lo que la identifica y permite distinguirla entre todas las demás, vendrían a la memoria ante todo un puñado de características intelectuales: la diversidad de puntos de vista que en ella existen y conviven; el convencimiento de que cómo sea la vida cívica es inseparable de la forma en que cultiva la racionalidad y el diálogo entre las nuevas generaciones, motivo por el cual las universidades tienen un papel principal en la configuración de la comunidad política; la conciencia que los derechos de las personas son el horizonte normativo con el que ha de ser juzgada cualquiera realidad política; y la certeza que para enseñar las disciplinas y las profesiones es imprescindible contar con una comunidad de académicos profesionales, personas que viven de y para la universidad y que, por lo mismo, son dispendiosas en libertad y en espíritu crítico, y con una comunidad de funcionarios que apoyan esa labor y se comprometen con ella.

Esas características son las que han permitido a nuestra Universidad destacarse. Y de ellas, quizá la más importante, esa sin la cual las otras se desvanecen, es la existencia de una comunidad formada por académicos, estudiantes y funcionarios que tiene vida propia.

Esa comunidad, integrada por un grupo de profesores y de profesoras, muchos de ellos salidos de estas mismas aulas, formados en ella misma, sea porque allí estudiaron, sea porque allí comenzaron su quehacer, que han hecho del trabajo académico, con todas sus estrecheces y con todas sus modestias, su profesión, a la que acompañan los funcionarios y funcionarias que han atado su trayectoria vital y familiar a la universidad, es, me parece a mí, la dimensión más venturosa que ha llegado a poseer la Universidad.

Es ese conjunto de académicos y los estudiantes que con ellos dialogan,  el que ha logrado hacer de esta Universidad un lugar diverso y plural, en el que los ideales laicos y las virtudes liberales que son propias del trabajo intelectual, se han cultivado, y se siguen cultivando hoy día, con esmero y con paciencia.  No es poca cosa, en los tiempos que corren, que una universidad haga de los ideales de la pluralidad, de la independencia y de la diversidad su principal objetivo. Hoy día, cuando las instituciones del sistema universitario y muchas veces sus estudiantes o sus académicos, son solicitados por diversos entusiasmos ideológicos, y cuando algunas instituciones parecen empeñadas en afiliarse a confesiones del más diverso cuño, la existencia de una Universidad como la Universidad Diego Portales, definitivamente indócil frente a esas tentaciones, sea que surjan de dentro de ella misma o la amenacen de fuera, es una rareza que debemos esmerarnos, día a día, por fortalecer y por preservar.

Y todo eso, me parece a mí, es motivo más que suficiente para que podamos celebrar, con orgullo, estos primeros treinta y nueve años que se iniciaron, como recordaba al comienzo, casi a tientas, en un puñado de salas de Ejército 260 en la que nunca entraba el sol.

Carlos Peña

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